"...Ya nada será igual sin ellos. ¡Qué pesar!..."
En medio de tantas tribulaciones que prodiga la pandemia, dos más. El sábado pasado, casi al tiempo, murieron en Colombia, un comentarista taurino connotado y un torero distinto. En ese orden: Iván Parra "Parrita" y Edgard García "El Dandy". Uno en Bogotá y otro en Pereira. La prensa taurina retumbó la mala noticia.
Lo acostumbrado. Manifestaciones de duelo, alabanzas, obituarios, biografías sintéticas. Cada hombre es único e irrepetible, y cada muerte afecta la humanidad, la merma, como decía John Dunne. Pero repercute más en el ámbito donde transcurrió su vida. Ese círculo conocido entre sí, que lo conoció, siguió sus pasos, y de él forjó una imagen colectiva.
El de Parrita y El Dandy fue la tauromaquia colombiana. Su afición, una familia heterogénea encajó dolida el doble y simultaneo golpe. Temido el primero, tras infructuosa espera de un transplante renal. Inesperado el segundo, por el Covid-19. No les era hora de morir y murieron.
Ambos apasionados del toro. Novilleros juveniles. El primero abandonó el ruedo y se subió al palco de radio, el segundo persistió y tomó alternativa. Poco más tuvieron en común. Pero cada cual puso en la Fiesta el sello de su identidad.
Iván, un estudioso y un estilista de la palabra, elevó con su meticulosa, eufónica y colorida dicción el lenguaje taurino a niveles de nitidez no alcanzados antes en el país. Quienes frecuentábamos su sintonía sabíamos que incluso a veces le resultaba necesario sacrificar un tanto de realismo en aras de la consonancia.
Hace unos años, cuando el toreo hubo de hablar en el congreso nacional, nadie halló extraño que él hablara por todos. ¿Quién lo hubiese hecho más bellamente? Pero también le dio espacio a la escritura, en su revista "Faena", que fundó, dirigió y editó por muchos años. Me duele menos recordarlo joven, matizando las ferias, que al final, minado por la enfermedad empuñando tozudo el micrófono que no quiso abandonar.
Edgar no toreó por hambre, pero lo hizo como si la tuviera. Hombre de fortuna, la compartió con la Fiesta, su vocación. Se arriesgó sin necesidad económica por los ruedos de América y Europa que le admitieron, a veces pagando más que cobrando. "A mí lo que me gusta es torear", decía, sin agregar nada más.
Fundó ganadería, y conspicuo hasta en el atavío, abrió sin ambages su casa y su experiencia para los principiantes, y los sin oportunidades. Las grandes empresas lo ignoraron, no las necesitó. Las grandes plazas no se le abrieron, no las extrañó. Pero los grandes toros que lidió por doquier, sí le honraron. Ahí queda eso.
Ya nada será igual sin ellos. ¡Qué pesar!