Historias: Plazas en México, siglos XVI-XIX

Miércoles, 06 May 2020    CDMX    Francisco Coello | Foto: FC   
"...Bajo los códigos establecidos que estaban indicados..."
Una más de las "Galerías" que actualmente vengo formando, aborda el asunto de las plazas de toros en México, desde el siglo XVI y hasta el XIX, y de eso me ocuparé. Si bien, en tiempos remotos ya se habían ocupado de ellas Domingo Ibarra, Carlos Cuesta Baquero, Nicolás Rangel y Lauro E. Rosell, en épocas más recientes también lo hicieron Heriberto Lanfranchi, Benjamín Flores Hernández, Federico Garibay y Miguel Luna Parra, entre algunos autores más. 

Sin embargo, las historias de otras tantas plazas –efímeras en su mayoría–, o los registros de aquellos espacios donde celebraron fiestas, incluidas las taurinas, hoy pasan por ser poco conocidos, de ahí que convenga citarlas, registrarlas, documentarlas e ilustrarlas, cuando para ello se dispone ya de buena información.

Entiendo que para dicho tema, aún faltan estudios, por lo que esta contribución se convertirá, eso espero, en una referencia que ponga al día nuevos e interesantes registros.

En principio me referiré a aquellas que se habilitaron al poco tiempo de consumada la conquista, y de algunas otras más hasta llegar al finalizar el siglo XVIII.

Llama la atención aquella cita, formulada por Luis Weckmann en su ya clásica obra La herencia medieval de México, de que las primeras plazas de toros se podían encontrar en espacios como los cementerios. Y si los cementarios, en buena medida, también formaron parte de los atrios en iglesias y conventos, no es casual su referencia, como fue aquello ocurrido en tiempos donde se había elegido el espacio para la construcción de la catedral. 

Casi finalizaba 1554, cuando el Arzobispo Alonso de Montúfar llamó la atención, enviando oficio al Consejo de Indias, por la sencilla razón de que "También hay cierta diferencia sobre el suelo que está ya bendito, que nos quieren quitar un pedazo para correr toros; y parece cosa indecente, estando ya bendito profanarlo; donde muchas veces los toros matan indios como bestias…"

También es posible que los primeros festejos, como el del 24 de junio de 1526 haya ocurrido en el espacio que se destinó para la construcción del convento de San Francisco, e incluso, un poco más allá el sitio donde habría de establecerse la que con el tiempo fue la obra primitiva dedicada a San Hipólito. La antigua Plazuela del Marqués –hoy buena parte del espacio ocupado por la Catedral–, y el antiguo edificio del Monte de Piedad, también fue habilitada como plaza, a la que se agregó un corral de los toros. 

En las fiestas celebradas en 1538, con motivo de que –a los ojos de Bernal Díaz y de Motolinía–, la conquista terminaba definitivamente como un proceso bélico, por lo que se celebraron fiestas acompañadas de representaciones teatrales, habilitándose en pocos días un gran bosque en la que ya era para esos tiempos, la plaza mayor. Allí, hubo además, en 1562, otras célebres fiestas con que Martín Cortés compartió el alumbramiento de dos de sus hijos… y que, por los relatos de las mismas, "fueron cosa muy de ver".

Y si esto ocurría en la capital del virreinato, desde luego el síntoma se replicaba en todas las demás provincias de la Nueva España, donde luego de aprobada su traza arquitectónica y urbana, esto demandaba la construcción de edificios públicos, iglesias y demás espacios donde no faltaron razones para celebrar fiestas, bajo los códigos establecidos que estaban indicados con razones como la llegada de un nuevo virrey, la asunción de un rey, el nacimiento de un infante, las bodas reales, o el amplio calendario religioso, lo que obligó a diversas autoridades a instalar aquellos espacios provisionales o efímeros destinados a infinidad de fiestas taurinas.

En 1580 se puso en funciones la plaza de toros del Volador, que ocupaba el antiguo espacio donde se celebraba dicho ritual prehispánico, y se conservó como tal hasta 1815, en forma intermitente, pues hubo otros, como la plaza mayor, el quemadero de la Inquisición, a un costado de la iglesia de San Diego –hasta hace unos años Pinacoteca Nacional–, la plaza del Hornillo, la de Jamaica y la que fue primera versión de la de San Pablo, levantada en 1788.

En otros sitios del país, además de la ya conocida plaza de Cañadas, Jalisco, construida hacia 1680 y que ofrece una disposición rectangular, también se agrega la ubicada en Tepeapulco, estado de Hidalgo, en cuya iglesia, destinada a honrar a San Francisco de Asís, no solo queda el testimonio de una plaza –de mampostería- a un costado de la misma, sino del registro de buena cantidad de graffitis que evidencian en su ingenua elaboración, diversos momentos de celebración, como las danzas del Palo Volador, Gigantes y Mojigangas, sin faltar las escenas de corte taurino. Resaltaban dichas escenificaciones, sobre todo durante el día de Corpus Christi.

Dicho espacio, fue construido a fines del siglo XVIII, aunque anteriormente "se hayan realizado corridas de toros en alguna plaza de material perecedero", como apuntan los autores de Graffitis novohispanos.

Debo mencionar que, en la numerosa lectura de "relaciones de sucesos" del periodo colonial, todas ellas refieren la existencia de plazas, y las describen como el caso que se recoge a continuación.

En el escrito por José Francisco Ozaeta y Oro, Joaquín Ignacio Ximénez de Bonilla y José Francisco de Aguirre y Espinos, "colegiales eméritos del Colegio Mayor de Santa María de Todos Santos de esta Corte: "El segundo quinze de enero de la corte mexicana; solemnes fiestas, que a la canonización del mystico doctor San Juan de la Cruz celebró la provincia de San Alberto de Carmelitas Descalzos de esta Nueva España... Lo dan a luz... México, José Bernardo de Hogal, 1730. Tocó el 15 de enero celebrar la deseada canonización de San Juan de la Cruz, el medio fraile, como por gracejo lo llamaba Santa Teresa porque su estatura se alzaba muy poco del suelo. Y así lo reseñan Ozaeta, Ximénez y Aguirre:

"Estas lindas fiestas que hicieron los padres carmelitas alborozaron a toda la ciudad que salió con ellas de su apacible monotonía. La gente se bañaba de mil regocijos, no cabía en sí, de contento. La constante alegría de los repiques se injertaba en el continuo estallar de los cohetes y los variados fuegos artificiales de muchas luces, que se quemaban sin interrupción. 

Hubo largos festejos religiosos y profanos y hasta literarios con un certamen poético y dos comedias que subieron a unos teatrillos "ricamente vestidos y compuestos" en la plazuela del Carmen, sin que faltaran tampoco, durante quince días, bulliciosas corridas de toros y otros regocijos, con sus carreras, según costumbre, de conejos y liebres con perros galgos, podencos y de otras razas, peleas de gallos, y como final el "monte parnaso" o barcanal, colmado tanto de buenas cosas de regalo como de exquisitas de comer y vestir y que pasaban a ser de la propiedad del arriesgado y ágil que se trepaba a cogerlas subiéndose por aquella eminencia intrincada y resbalosa. 

También hubo vistosas luchas de moros y cristianos que salieron del vientre del formidable caballo de Troya en que se introdujeron en la plaza, guerrearon con la valiente morisca y la desposeyeron del castillo que tenía ocupado. El coso se armó por San Sebastián (hoy en las actuales calles de República de Bolivia esquina con Rodríguez Puebla, en el Centro Histórico) muy capaz para poder dar cabida así a una enorme multitud y se le adornó con gran vistosidad, con infinitos gallardetes, cortinas, grímpolas, alfombras, espejos, tapices, cornucopias, farolillos, multicolores cadenetas, para que llevase que alabar el gentío forastero que en la ocasión concurría a la corte de todo el reino”.

No cabe duda que, ante el hecho de una constante necesidad de espacios como las plazas de toros, estas fueran muy demandadas y construidas en poco tiempo, previa autorización de las autoridades locales, pero también cabe preguntarse sobre por qué no se levantaron obras con carácter permanente, y son muy pocos los poblados donde aún se encuentran los que ahora podemos considerar ya, como monumentos. En ese sentido, en Chihuahua, se conserva una muy antigua, lo mismo que en Real de Catorce (San Luis Potosí) y desde luego la de Cañadas, cuya composición en mampostería garantiza su pervivencia.

Es importante poner la mirada en el sureste mexicano, donde al no haberlas de manera fija, también se habilitaban bajo un procedimiento y armado peculiar que las hacía resistentes y funcionales, como ayer y como hoy.

OBRA DE CONSULTA

Elías Rodríguez Vázquez y Pascual Tinoco Quesnel, Graffitis novohispanos de Tepeapulco, siglo XVI. Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2006. 185 p. Ils., fots., facs., planos.

Luis Weckmann, La herencia medieval de México. México, El Colegio de México. Centro de Estudios Históricos, 1984. 2v.

Otros escritos del autor, pueden encontrarse en: https://ahtm.wordpress.com/.


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