Era una de esas temporadas tardías que conoció a última hora la tormentosa gestión de Alfonso Gaona al frente de la Plaza México. El optometrista decidió dedicar la quinta corrida al cantante Pedro Vargas con motivo de sus 80 años de vida, de ahí que los nombres de los toros de Begoña aludieran de diversas maneras al Tenor Continental –cuya voz inconfundible abarcó y cosechó adeptos de Nueva York a Buenos Aires–, también conocido como "Samurái de la Canción".
"Samurái…" justamente el nombre del cuarto toro de este 4 de mayo de 1986 con el que El Niño de la Capea bordó lo que él mismo estimaría la mejor de sus faenas en la Plaza México, jubileo que iba a culminar en el indulto de aquel hermoso y bien armado castaño jirón, de embestida infatigable y noblemente bravía.
Pedro Vargas, natural de San Miguel de Allende, fue quien aficionó a los toros a Pepe Ortiz en esa época de ensoñaciones juveniles en que Pedro pensaba en hacerse torero mientras José Ortiz Puga, el futuro "Orfebre Tapatío", aspiraba al estrellato operístico. La leyenda dice que ambos se conocieron en el Conservatorio Nacional de Música, inicio de una amistad de por vida. Ni qué decir tiene que el célebre tenor guanajuatense incluía, dentro de su variado bagaje artístico, un amplio repertorio de pasodobles mexicanos, sobre todo los nacidos de la fértil inspiración de su compadre Agustín Lara.
"Samurái" y el otro Pedro
Castaño de pinta, el número 192 de Begoña (496 kilos), era tan bragado que el blancor de la panza subía hasta más allá del nacimiento de las extremidades, jirón por los cuatro costados. De buena arboladura y ligeramente bizco del derecho, abandonó el toril como una exhalación y ni la barrera lo contuvo, pues saltó limpiamente al pasillo antes de encontrarse con el capote de Pedro Moya, que templó espléndidamente las verónicas y dibujó su famosa media frontal como remate, revelando desde el primer momento las bondades de estilo del toro. Que tenía raza lo demuestra su acometida desde largo al primer piquero, al que derribó y mandó de cabeza al callejón, antes de tomar dos puyazos en toda regla, recargando sin calamochear.
La prontitud del animal puso en apuros a los rehileteros, pero Capea lo recibió con dominadores doblones rodilla en tierra, se irguió en un trincherazo soberbio y enseguida se distanció, entendiendo que el castaño pedía plaza. Lo que siguió fue toreo de cante grande, recreándose el diestro en curvar con lentitud los alegres viajes de "Samurái", cuyo hondo y humillado embestir no concedía más tregua que la dictada por los variados remates del maestro salmantino, quien alternó tandas por ambos pitones mientras rodaban sombreros y la plaza se venía abajo. Posteriormente, declararía que "Samurái" fue “el clásico toro sin querencias", fijo donde lo dejaran y presto a acometer en cualquier terrenos para comerse la muleta. De modo que la faena discurrió sobre distintos tercios pero sobre todo en los medios, señal inequívoca de la entrega de toro y torero.
La colosal faena de Capea, prodiga en derechazos y naturales emotiva y sabrosamente redondeados en cabal aprovechamiento de la codicia del noble animal, exploró además rutas poco frecuentadas por la tauromaquia de ese tiempo: el cambio de mano por la espalda para pasar del derechazo al natural sin solución de continuidad y quieto como una estatua, el trincherazo y el de la firma resueltos en su final con cambio de mano, tres trincherazos trenzados con la pata pa lante, y, en plena borrachera de toreo, la casi olvidada dosantina, tomando a "Samurái" por la espalda para trazar una perfecta y templadísima parábola que culminó en soberano pase de pecho.
A todo esto, el tiempo transcurría y el juez Jesús Córdoba consultaba el reloj cuando, al buscar el torero la igualada, cundió unánime grita en petición de que siguiera toreando; y ante la segunda intentona del diestro, asomaron pañuelos, más cada vez, en solicitud de indulto. Córdoba, que inicialmente había apremiado a Pedro para que estoqueara, acató finalmente la petición y decretó el retorno de "Samurái" a la dehesa mientras la México levitaba de felicidad.
Era la decimotercera vez que se le perdonaba la vida a un cuatreño en el coso de Insurgentes, y la primera en que se aplicó el nuevo reglamento, que prohibía otorgar apéndices de un toro indultado. Nadie los echó de menos, ocupado todo mundo en vitorear y lanzar prendas y flores al paso jubiloso del torero de Salamanca en su recorrido en torno al anillo, en plena explosión de felicidad colectiva.
En la apertura de la histórica tarde, Pedro Gutiérrez Moya había toreado a muy gusto con capote y muleta a "Incomparable", su primero. Pinchó antes de lograr la estocada, y a la no atendida petición de oreja la sucedió una ovacionada vuelta al ruedo.
El "otro" Arruza
Manuel Arruza Vázquez tenía un porte torero envidiable y un conocimiento de los toros y la técnica que le permitía desenvolverse en la plaza con elegante frialdad. Pero costaba trabajo relacionarlo con el añorado Ciclón Mexicano, todo fuego y temperamento puesto al servicio de un sentimiento torero absolutamente personal, tan magistral como arrebatado. El contraste había contribuido a frenar el ascenso de Manolo a los primeros planos, a pesar de su buena clase y torera facilidad.
Sin embargo, esta tarde de mayo, ante dos toros que no fueron los más propicios del encierro, a Manolo Arruza le hirvió la sangre sin descomponer su toreo. Y hasta se dio el gusto adicional de enfrentarse cara a cara y echarle el público encima al Pato, conocido gritón de la Porra Libre.
A "Continental", su primero, luego de veroniquearlo con estilo y fibra, y de cubrir un clamoroso tercio de banderillas –en el segundo tercio y en la suerte de estoquear sí que honraba de punta a punta la memoria del padre–, planteó con toda justeza el muleteo que pedía un toro con tendencia a rajarse. De suerte que la faena, basada en la mano derecha, pudo ir a más, y la oreja fue solicitada unánimemente. "Buen Amigo", el quinto, tuvo nobleza pero flaqueó de los remos no bien iniciada la faena, luego de lucidísimo segundo tercio, cubierto en collera por Arruza y Miguel Espinosa.
La debilidad del toro forzó a Manolo a pulsear la faena milímetro a milímetro hasta conseguir no sólo mantenerlo en pie, sino obligarlo a ligar embestidas en varias tandas con la zurda de templado dibujo y limpio remate. Así, aunque pinchó antes de la estocada y algunos, como El Pato, discutieran la oreja, el grueso del público se impuso, abroncó al porrista y aclamó con fuerza la tarde capitalina más completa de Manuel Arruza. Pues aun habiendo cuajado aquí faenas más redondas –las de "Fotógrafo" de Xajay (22-02-76) y "Guitarrista" de San Miguel de Mimiahuápam (13-02-77), por ejemplo–, la Plaza México nunca fue tan suya como este soleado domingo de mayo del año 86.
Armillita y el rabo de Tenor
Hijo de otra figura ilustre, Miguel Espinosa Meléndez "Armillita Chico" pasó con nota sobresaliente una prueba de fuego, que fue el momento culminante de su mejor temporada capitalina (en tres corridas cinco orejas y un rabo), tiempo en que pareció al fin decidido a escalar la cumbre aprovechando el arte de lujo y el don del temple que Dios le dio. Fue con el cierraplaza "Tenor", inédito aún ante el triunfo arrollador de sus alternantes a causa de la invalidez del retinto "Artista", su primero, al que toreó muy bien de capa y tardó en despachar, por lo que le enviaron un aviso.
"Tenor", negro y veleto, el más armado del encierro de Begoña, fue bueno sin más, y Miguel, con una casta torera que luego él mismo pondría en entredicho, cuajaría la más emotiva de sus faenas. La llama de la expectación quedó encendida a partir de los cuatro enormes pares de banderillas compartidos por Miguel y Arruza, réplica del segundo tercio del toro anterior. Algo mermó las facultades de "Tenor", pero en todo caso abrirían paso a la rareza de un Armillita plantadísimo cuando, en plena euforia izquierdista, el de Begoña quedó detenido a medio palmo del muslo del torero y este permaneció impávido hasta consumar un natural purísimo, que fue como la cereza que nos hizo agua la boca. Allí rompieron la faena y la plaza entera, rendida ante tanta majeza. Tras la gran faena faltaba tan solo la estocada, un volapié en lo alto, para desatar la petición de las orejas y el rabo, que el juez se apresuró a conceder.
El colofón fue la apotéosica la vuelta al ruedo de los tres alternantes y Carlos Orozco, representante de la ganadería. Vuelta lenta y saboreada, porque el público no se quería ir.
Contexto futbolero
La gran cazuela registró un lleno absoluto sin importar que, a la misma hora, la Selección Mexicana jugara, contra un equipo alemán y televisado desde Los Ángeles, su último partido de preparación previo al inminente Mundial México 86.