Me he preguntado varias veces cuál sería el ritmo o la dinámica del espectáculo taurino en los primeros 20 años del siglo XIX, y lo que encuentro es un escenario en el que se encaraban aspectos como el de los intensos despertares independentistas que se desataron desde 1808, y que encendieron la mecha a partir de la madrugada del 15 de septiembre de 1810 en el pueblo de Dolores (Hidalgo), Guanajuato.
A ello debe sumarse la "Pragmática sanción", expedida por Carlos IV, que de cierta manera prohibía los espectáculos taurinos en España (aplicada en forma contundente de 1805 a 1809), pero también en todos sus reinos. Desconozco en qué medida fue tan tajante en la Nueva España, pero el hecho es que a enorme distancia, las cosas pudieron estar más relajadas por estos pagos (nunca hay que olvidar aquella conseja que sentenciaba "acátese pero no se cumpla"), de ahí la posible intermitencia en las celebraciones de las que, por otro lado, poco sabemos pues la prensa no daba demasiada importancia a espectáculos como el taurino.
Pesaban ya las fuertes críticas ocasionadas por el escrito incendiario que Gaspar Melchor de Jovellanos –el ilustrado–, había escrito en contra de ellas en su célebre "Pan y Toros", y cuya primera edición data de 1812; que luego, en 1820 fue reeditada por la imprenta de Ontiveros y en esta ciudad en 1820.
A todo lo anterior, hay que sumar los graves efectos causados por dos episodios de peste –1812 y 1813–, mismos que ocasionaron miles de muertes. Según los registros, en 1813, se estima que solo la ciudad de México, tenía una población de 170 mil habitantes. Sin embargo, aquel nuevo "Matlazahuatl" ocasionó 23,786 decesos, tres veces más que los causados un año antes por la misma causa. Así que, sumando todos estos factores creo que no habría por entonces suficientes razones que, movidas por el entusiasmo hubiese el ánimo necesario para la celebración de festejos.
Aun así, se sabe que el 13 de agosto de 1808, al estrenarse la plaza de toros "El Boliche", el cartel inaugural se formó con el concurso de los hermanos Ávila: Luis, Sóstenes, José María y Joaquín.
El caso de los hermanos Ávila se parece mucho al de los Romero, en España. Sóstenes, Luis, José María y Joaquín Ávila (al parecer, oriundos de Texcoco) constituyeron una sólida fortaleza desde la cual impusieron su mando y control, por lo menos de 1808 a 1858 en que dejamos de saber de ellos. Medio siglo de influencia, básicamente concentrada en la capital del país, nos deja verlos como señores feudales de la tauromaquia, aunque por los escasos datos, su paso por el toreo se hunde en el misterio, no se sabe si las numerosas guerras que vivió nuestro país por aquellos años nublaron su presencia o si la prensa no prestó toda la atención a sus actuaciones.
Sóstenes, Luis y José María (Joaquín, mencionado por Carlos María de Bustamante en su Diario Histórico de México, cometió un homicidio que lo llevó a la cárcel y más tarde al patíbulo) establecieron un imperio, y lo hicieron a base de una interpretación, la más pura del nacionalismo que fermentó en esa búsqueda permanente de la razón de ser de los mexicanos.
A lo anterior, debe agregarse un periodo irregular es el que se vive a raíz del incendio en la Real Plaza de Toros de San Pablo en 1821 (reinaugurada en 1833) por lo que, un conjunto de plazas alternas, efímeras al fin y al cabo, permitieron garantías de continuidad.
Aún así, Necatitlán, El Boliche, la Plaza Nacional de Toros, La Lagunilla, Jamaica, don Toribio, sirvieron a los propósitos de la mencionada continuidad taurina, la que al distanciarse de la influencia española, demostró cuán autónoma podía ser la propia expresión. ¿Y cómo se dio a conocer? Fue en medio de una variada escenografía, no aventurada, y mucho menos improvisada al manipular el toreo hasta el extremo de la fascinación, matizándolo de invenciones, de los fuegos de artificio que admiran y hechizan a públicos cuyo deleite es semejante al de aquella turbulencia de lo diverso.
Por cincuenta años más o menos, estos toreros texcocanos fueron amos y señores del ambiente taurino, capaces de competir con Manuel Bravo, Bernardo Gaviño o José María Hernández, mejor conocido como "Media Luz". Desde luego, también se encontraban personajes como José María Villasana, Antonio Ceballos "El Sordo", Mariano González "La Monja", Corchado El Compadrito y Caparratas. Eran toreros también el Capitán Felipe Estrada; Segundo espada: José Antonio Rea; Banderilleros: José María Ríos, José María Montesinos, Guadalupe Granados y Vicente Soria (Supernumerarios: José Manuel Girón, José Pichardo y Basilio Quijano) y Picadores: Javier Tenorio, Francisco Álvarez, Ramón Gandazo y José María Castillo. Todos ellos en esos primeros 20 años del XIX mexicano.
En 1814 eran tales las condiciones de irregularidad mostradas por el endémico ejército realista, que hubo necesidad de organizar una serie de festejos para vestir decorosamente a aquella comunidad, por lo que durante febrero y marzo de 1815, hubo ocasión de que gracias a la generosa costumbre siempre ofrecida por el espectáculo taurino, se mostraran resultados con beneficio directo a la sociedad. Desconozco si tales ocasiones todavía alcanzaron a realizarse en la plaza de toros del Volador, o fueron organizadas ya en la reforzada y dispuesta real plaza de toros de San Pablo, que por aquellos días se vio beneficiada con el envío de todo el maderamen, resultado del desmantelamiento que se dio en la del Volador.
Hoy, en este 2020 que vivimos enfrentados a la pandemia del "coronavirus", el fenómeno global está desatado, causando no solo casos de contagiados, fallecidos o recuperados, sino la peligrosa expansión de brotes o rebrotes. Apenas el día 30 de marzo, el Consejo de Salubridad General declaró "Emergencia sanitaria", lo que extiende una serie de medidas precautorias hasta el 30 de abril, y eso en espera de que al alcanzarse tal fecha, de inicio la etapa número tres, con lo que seguiremos sujetos a la contingencia, pero muy pendientes de toda recomendación posible, junto al hecho de que se adopten medidas aún más radicales para enfrentar, entre otros fenómenos la inseguridad y el temor colectivo.
Sin embargo, lo que se ve venir nada más alcancemos la posibilidad de vida en sus condiciones más normales, es que todos los países del mundo y sus diversas sociedades, enfrentaremos el duro efecto económico que una recesión ya reconocida por las más altas autoridades financieras se encargará de pegarnos con el duro látigo de su desatada violencia (es de recordarse el hecho de que en este país, hasta hoy existe un 57 por ciento de economía informal, y que crecerá, según estimaciones, dejando en la pobreza a otros 21 millones de mexicanos más).
Un optimismo-pesimismo, como conflicto maniqueo sin precedentes, es desde este aquí y ahora parte de nuestro devenir. Adivinamos qué escenarios se vivirán, mismos que van a ser de una dureza terrible, y no pongo por delante ningún aspecto desolador. Basta la realidad que ya tenemos en frente para entender lo duro que será reintegrarnos a un ritmo que más o menos veníamos llevando.
Sin embargo, en lo taurino, que es parte sustancial por lo que ahora escribo, no hay una idea exacta sobre lo que habrá de hacerse para intentar recuperar al que ya de por sí era un espectáculo cargado de demasiada precarización; de ahí que se trate de un paciente vulnerable. Creo que, entre otros aspectos, debe renovarse todo, quedando intocada la tradición, a la que debe respetarse, pero también adaptarla a las nuevas condiciones que habrán de imponerse tras la crisis.
Es necesario, que luego del suficiente daño ocasionado por diversas empresas a lo largo de las últimas tres décadas, y donde la fiesta se resistió a morir, puedan eliminarse sistemas monopólicos, de autorregulación y complacencia nada pertinente. A lo largo de todo ese tiempo, vimos ante la ciencia y paciencia de autoridades cómo dichas empresas, encargadas de administrar el espectáculo en la plaza capitalina, impusieron un modelo fallido, y va como ejemplo –entre otras cosas–, el instalar cantinas repartidas en el tendido numerado, lo que habla de un lamentable desaire en el que no parecían importar opiniones razonadas que hablaban de la poca seriedad con que se desarrollaba cada tarde con esa forma de proceder.
Por ello, al privilegiar ese tipo de comercio, desconozco si permitido o no, el hecho es que es una razón más para que se hagan presentes nuevos empresarios, capaces de no abandonar lo que otros tuvieron abandonado (no sé si basten las malas entradas, incluso en tardes donde los carteles confeccionados parecían convocar multitudes, cosa que no ocurrió en la realidad, o lo inestable en credibilidad respecto a la presentación del ganado).
Queda claro que se impuso la autorregulación, su propia autoridad, mientras la otra autoridad, la de la alcaldía "Benito Juárez" mostraba cada vez que podía una débil ausencia, la de su autoridad misma. Con ejemplos como el mencionado, es que ya debe terminarse con el anticuado esquema de organización del espectáculo. Al caso anterior, debemos sumar otros factores tan complejos como poner al día o no el reglamento taurino, o el conflicto que enfrentará la cabaña brava mexicana, cuántas plazas abrirán y funcionarán y cuantas ya no. La siempre notoria presencia de mano de obra en todos los pasos, antes y después de cada festejo, el comercio fijo o informal que se genera.
Todo eso y mucho más, deberá someterse a estudios y decisiones conjuntas en donde se escuchen las opiniones de expertos, pero también de los que resulten directamente afectados, con objeto de generar una sinergia, cuya capacidad de solución sea radical (y ya sabemos que en los toros, hay tiempos de espera muy especiales, o sujetos al desarrollo de una temporada o de una feria).
Si en realidad queremos que esto se mantenga y recupere condiciones de estabilidad que garanticen permanencia y pervivencia, tendremos que trabajar y cooperar seriamente con vistas a una más rápida y garantizada mejoría. De otra manera, podría suceder lo inevitable.
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