El negocio del toro, tan conservador en su esencia, va siempre con retraso y a remolque de la realidad del espectáculo. Porque el toreo, su dinámica natural ajena a los despachos y al margen de las intrigas, evoluciona a un ritmo más rápido que el de las reacciones de quienes lo manejan, tan reacios como son a aceptar las evidencias de las que no puedan sacar partido inmediato.
Pero sucede que, con un mínimo de sagacidad al interpretar las señales, cualquiera es capaz de entender lo que esa evolución nos dice, de conocer los caminos y las salidas que busca la propia fiesta de los toros, más allá de los diques de contención que puedan ponerle quienes la controlan para su propio y no siempre inteligente interés.
Algunas de esas señales se han visto claras, absolutamente nítidas, en las dos corridas que han abierto la temporada en Madrid, los domingos de Ramos y Resurrección. Y la más palmaria, la mayor de todas las evidencias que se manifestaron ambas tardes es que existe toda una nueva generación de toreros –en este caso representada por Fortes y Álvaro Lorenzo– que está pidiendo a gritos a esas empresas que dejen de frenar la radical y natural renovación del escalafón que se necesita.
No en vano, los rotundos éxitos del malagueño y del toledano, cada uno con un sello y un eco distinto pero ambos basados en la apuesta por el toreo, contrastaron con la actitud de varios de sus compañeros de cartel, que, al revés que los dos triunfadores, gozan aún de esa bula empresarial –engañosa concesión doméstica con más inconvenientes que ventajas– que les mantiene en los carteles de las principales ferias pese a su paulatina pérdida de vigencia.
Y será precisamente por eso, porque las estrategias empresariales de esta época se basan en una inflexible y rocosa contratación a piñón fijo para no romper el torpe juego de sus intereses, por lo que tanto a Fortes como a Lorenzo les costará aún mucho esfuerzo –igual que a otros tantos coetáneos sobradamente capacitados– ir entrando en los carteles de las principales citas, o incluso sumar la mayoría de esos contratos que se han ganado con creces despertando la ilusión y las esperanzas de los aficionados.
Pero, pese a ello, estas dos primeras tardes venteñas han dejado claro desde el principio mismo de la temporada por dónde van los tiros, dejando oír ese latido vigoroso que exige con urgencia que se abra de una vez la puerta a los toreros que piden paso. Es hora ya de dejar que entre aire fresco en las ferias y en los carteles para romper con la monocorde letanía de nombres gastados que está ahuyentando a la gente de los tendidos. Y tiene que ser ya, más pronto que tarde, porque no hay mucho tiempo que perder.
Y aún hubo más señales en Madrid, porque otra evidencia clamorosa resultante del pasado domingo no fue otra que la expuso a la luz una vez más esa tozuda rutina de las figuras actuales –o de sus representantes y veedores– a la hora de elegir corridas para matar en las ferias, sin salirse del sota, caballo y rey de los cinco o seis hierros invariables.
Aceptemos que esos sus hierros favoritos no suelen fallar, aunque también, pero les convendría mirar a los lados de vez en cuando, buscar en otros cercados donde otros muchos ganaderos cuidan su producción al máximo en busca de la oferta de garantías. Porque no deja de ser un pecado de lesa ceguera taurina que, por mucha cara que tuviera, una corrida tan hechurada, baja, prometedora y, a posteriori, tan brava y buena como la que lidió Lola Domecq en Madrid no haya estado en San Isidro, Sevilla o Bilbao en un cartel de relumbrón.
Aun así, mejor para Lorenzo, que supo aprovechar un gran lote, como los habrá en algún que otro encierro despreciado por las figuras de entre tantas otras divisas y encastes que no entran en su monótono concepto. Pero que no olviden esas figuras que entre sus responsabilidades como tales está también la de abrir el abanico ganadero para apoyar a otros criadores cuyo esfuerzo merece igualmente la recompensa de las grandes tardes.
Como la merecen los excelentes toreros de plata que, por esas cosas de esta absurda neotauromaquia, aún andan toreando sueltos, a la espera de una llamada que les ofrezca contrataciones dignas para ejercer su oficio con la apabullante maestría con que se mostró también el pasado domingo el vallecano Sergio Aguilar.
Y es que su terso, largo y torerísimo capotazo, con el que ayudó a romper al gran sexto toro de El Torero y le dio todas las pistas a Álvaro Lorenzo, dejó en evidencia a tanto "fijo" servicial y a tanto cursi desplazador de inercias como cantan los malos aficionados y la prensa lamerona, y que tanto se prodiga en estos tiempo de extraños y cambiados conceptos taurinos.
Lo bueno del caso es que todo el mundo se ha dado por enterado de la memorable actuación de Aguilar, ese madrileño que, ya pueden ustedes jurarlo, va a convertirse en un auténtico banderillero de élite, en uno de los más grandes de esta época, para compensar quizá la dureza de su trayectoria profesional hasta el momento. Y no hace falta ser adivino para asegurarlo, porque aquí también las señales son inequívocas.