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Desde el barrio: El toro se defiende solo

Martes, 25 Ago 2015    Bilbao, España    Paco Aguado | Opinión   
La columna de este martes
Déjenlo tranquilo, no se preocupen tanto por él ni quieran compadecerlo porque el toro, que no el toreo, sabe defenderse por sí solo. Aunque se haga raro y absurdo tener que recordarlo, ese "animalito" se basta y se sobra para imponer el peligro inherente a su carácter que siempre soslayan esos animalistas urbanos que crean corriente de opinión en la mema sociedad de lo virtual.

Y para demostrarlo, como cada año cuando llega el verano y España estalla en fiestas populares, ahí están las listas de muertos que los toros provocan en las calles de los pueblos y que los medios de comunicación, sobre todo los periódicos más "progresistas", airean con un sensacionalismo disfrazado de preocupación humanitaria y social.

Se preocupan así por el toro y, aunque con la boca pequeña, dicen que también por los que osan enfrentársele, como pasa desde hace miles de años, por el puro placer adrenalínico de sentir de cerca su aliento, el temblor caliente de su presencia sobre la arena o el asfalto y de sentirse vivos frente el mítico riesgo que representa el tótem clásico del Mediterráneo.

Así fue siempre, desde que el mundo es mundo en esta orilla antigua de la civilización, la relación del hombre con el toro. Pero ahora, con la moral de la pretendida modernidad y en plena campaña de acoso y derribo de todo lo que huela a tauromaquia, las muertes gratuitas que sus astas provocan en las calles han dejado de ser la mil veces repetida constatación de su peligro letal para convertirse en recurrente y morboso argumento en su contra y en el del viejo juego cultural que protagoniza.

No tratan así los talibanes de prohibir las distintas variantes de la fiesta taurina con justificaciones más o menos "democráticas", como esa ley de Coahuila que apesta a mezquina venganza entre clanes políticos, sino de aprovechar torticeramente tantas muertes en las calles para, como aquellos Papas que decidían sobre las almas y los cuerpos, justificar su abolición sobre la sensiblera base de la cantinela humanitaria.

Van ya diez muertos este año en los festejos populares celebrados en España, lo mismo en la Castilla profunda que en el luminoso levante, en la Mancha agostada que en el sur blanqueado de cal. Diez cadáveres perforados por los cuernos de las reses bravas que están siendo utilizados como arma masiva contra el toreo en su conjunto, más allá de las circunstancias en que se produjeron las tragedias.

Y es que, aunque sea meterse en un terreno pantanoso, puede que varias de esas muertes se deriven, indirectamente, de ese empeño del animalismo furioso en tergiversar la esencia del propio toro, al presentarlo como un animal pacífico e indefenso a una sociedad que ya sólo sabe guiarse por los medios de comunicación.

Cuando la televisión tiene que recordarle a la gente que en verano no es conveniente salir a hacer ejercicio "en las horas centrales del día", por aquello de esos golpes calor que antes se evitaban echándose la siesta, es que algo está fallando en un mundo más informado pero menos culto, en su sentido más general, el que supone de adaptación al medio y a las circunstancias.

Quizá haya sido así también como se le ha ido quitando importancia al toro, a su condición fiera y agresiva, en esas bucólicas y pastoriles campañas de los animalistas que pueden haber llevado a que la inmensa mayoría considere un encierro, una capea o una suelta de reses por las calles como un acto más de un masivo botellón festivo en el que el único riesgo, dado que el de los cuernos es una "víctima torturada", puede ser la resaca de la mañana siguiente.

Claro que, por muchas medidas de seguridad que las autoridades se empeñen en disponer para controlar estos festejos populares, que, con dobles vallados y un despliegue médico como para una guerra, son las que multiplican tremendamente sus costes para los ayuntamientos en crisis, el toro siempre acaba imponiendo su ley y dejando las cosas en su sitio: el de su instinto letal.

Aun así, tengan claro estos alarmistas de la demagogia antitaurina que los diez muertos por asta registrados en 2015 en las calles y plazas mayores de los pueblos son muy pocos comparados, por poner sólo un ejemplo, con los doscientos bañistas ahogados en playas, ríos y piscinas que llevamos en España también en lo que va de año.

Y menos también que los escaladores y senderistas que han dejado su vida en las montañas, o que las decenas de jóvenes y no tanto que han fallecido practicando esos otros que ahora se conocen como deportes extremos y que llevan el riesgo hasta el límite de la sensatez. O que incluso, como también ha sucedido, los que palman intentando hacerse esos estúpidos selfies que ahora parece que son la única manera de marcar nuestra presencia en el mundo.

Dejen de echarse cínicamente las manos a la cabeza y, en nombre de esa libertad que tanto esgrimen, permitan que la gente que se mate como quiera, hasta en los cuernos de una fiera sobre el empedrado de su pueblo, en el ejercicio del "deporte extremo" más antiguo de la humanidad y en el que el "contrincante" ya sabe defenderse solo. Y muy bien, por cierto.


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