Tauromaquia: Minuto de silencio y reflexión
Lunes, 16 Dic 2013
Puebla, Pue.
Horacio Reiba | Opinión
La columna de este lunes en La Jornada de Oriente
Para la mayor parte de la gente que va a los toros, la corrida se traduce en ruido, color, algarabía y, en definitiva, fiesta. Qué arte ni qué rito ni qué ocho cuartos: ver y dejarse ver, oír y hacerse oír. Sol, alcohol y pasión. Pura y desenfadada alegría...
Pero la tauromaquia tiene también su cara sombría. Es la cara de la muerte, tan presente siempre. No en balde se nos acusa –aunque al hacerlo se ofenda la semántica y se tergiverse el hondo sentido del toreo– de instigadores insensibles de la tortura animal. Y no en balde, el martirologio taurino lo integra una lista impresionante de percances mortales, donde caben por igual famosos e innominados. Mucho más de éstos que de aquéllos, aunque la historiografía se muestre a menudo indiferente con esas víctimas sin mayor espacio en las crónicas y los fastos de la lidia.
A esta última categoría pertenecía Laureano de Jesús Méndez Uh, el joven lidiador muerto por cornada el pasado sábado 7 en la población yucateca de Xuilub, por un bovino criollo de la región que en uno de sus descompuestos derrotes le vació un ojo derecho y le perforó el cerebro. En el hospital de Valladolid a donde apresuradamente se le llevó sólo pudieron certificar su defunción. Laureano había nacido en Peto, Yucatán, y contaba al morir 29 años.
A esa información se reduce la nota publicada en unos pocos medios. Mayor concisión, Imposible.
Capeas y similares. La estadística de corridas y novilladas formales nunca registrará festejos como el de Xuilub que le costó la vida a Laureano de Jesús Méndez. Y eso que, en el área donde México se vuelve Centroamérica –de Campeche a la península y de Tapachula a Guatemala– abundan este tipo de festejos populares de formato incierto –mezcla de capea, jaripeo y toreo cómico– con que numerosas poblaciones acostumbran dar realce a sus fiestas patronales, celebraciones que muchas veces se prolongan durante días, dando lugar a los famosos novenarios.
No hay que desdeñar la importancia de estas variantes libres e inclusive exóticas de la tauromaquia. En ellas se formaron toreros que, a falta de influencias que les abrieran un hueco en los carteles de cosos importantes, encontraron buena acogida y empezaron a desarrollar sus respectivas tauromaquias. Basten los casos de Joselillo y El Imposible para dar idea de la posibilidad de que surjan frutos maduros de esa dura y polvorienta escuela de la vida y el toreo que han sido y son las ferias del sureste mexicano. Sin olvidar que Manolete empezó su andadura participando, vestido a veces de luces y a veces de corto, en la parte seria de la Banda del Empastre, agrupación cómica que recorría los cosos españoles en los años previos a la guerra civil.
Doloroso contraste
Para el aficionado curtido, la presencia de la muerte en los toros se concentra en la resonancia de nombres como los de El Espartero, Antonio Montes, Joselito El Gallo, Manuel Granero, Carmelo Pérez, Alberto Balderas, Manolete, Paquirri o Yiyo. Y los de toros "tristemente célebres" –así decían los revisteros antaño– como "Perdigón", "Matajacas", "Bailaor", "Pocapena", "Michín”, "Granadino", "Cobijero", "Islero", "Avispado" o "Burlero", entre tantos más.
Del "Llanto por Ignacio Sánchez Mejías" al cartel maldito de Pozoblanco, pasando por Talavera, Manzanares, Linares y Colmenar Viejo, existe profusión de héroes cuya luminosidad fue cegada por un súbito crespón luctuoso. Nombres que nos recuerdan que la grandeza del toreo se alimenta de riesgo y dolor, y mantiene una permanente comunión con la muerte. Una comunión y una presencia constantes, acechantes, que lo diferencian radicalmente de las demás artes.
Un siglo de sangre
Hemos llamado aquí Siglo de Oro de la Tauromaquia al que se inicia en 1913-14, con el encumbramiento y alternativa de Juan Belmonte. Con su evolución lógica, con sus luces y sombras innegables, nunca en la historia de este arte singular se ha toreado más ni mejor. Pero así como ha sido una etapa –cien años ya– de obras y gestas magníficas, también la jalonan profusamente constantes sobresaltos y abundantes muertes de seres humanos en las plazas de toros tanto grandes como pequeñas, famosas o insignificantes.
Que el recuento histórico suela eludir a éstas últimas –placitas de vigas o talanqueras, improvisadas en corrales, plazuelas públicas o campos deportivos– y acostumbre en cambio concentrar un interés morboso en las tragedias que sacudieron al mundo taurino por la trascendencia del héroe caído, no debe ocultarnos que mucho más cerca están del riesgo de una cornada precisamente aquellos que por su deficiente preparación técnica y física, y por la índole del ganado que se ven obligados a enfrentar para acceder a un mísero jornal, peor pueden defenderse de un peligro que nunca desaparecerá por completo, ni para el torerillo anónimo ni para los grandes. Pero que el poder de las figuras sí consigue aminorar considerablemente por los dos motivos apuntados: a mayor sitio en la plaza e influencia en los despachos, ganado más asequible y cómodo. Comodidad derivada tanto de la buena procedencia de los animales como de las variadas maneras de manipular la edad, poderío y conformación natural de los mismos que la picaresca taurina ha sabido desarrollar al margen de los reglamentos.
Breve recuento
De un somero repaso al martirologio de la fiesta en México pueden derivarse algunas conclusiones provisionales. Es explicable que el período con mayor número de víctimas mortales coincidiera con una época de recursos médicos sumamente precarios, de modo que entre 1886 –cuando un bicharraco de Ayala acaba en Texcoco con la vida del veterano Bernardo Gaviño– y 1944 –cuando se usó por primera vez la penicilina para tratar una cornada--, una estadística aproximada nos habla de siete matadores, dos picadores, un torero cómico, 12 banderilleros y nada menos que 16 novilleros muertos por asta en distintos cosos nacionales.
Las mismas razones podrían aducirse para justificar una disminución a partir de entonces, pues de 1945 a la fecha –y pese a un marcado incremento en el número de festejos– las víctimas mortales disminuyeron a tres banderilleros, un rejoneador, un picador, un becerrista y ningún matador de toros, pero no entre la novillería (17 decesos), si concedemos esta categoría lo mismo a jóvenes ya colocados y en vías de tomar la alternativa –como Joselillo en 194– que a muchachos como el infortunado Laureano de Jesús Méndez, que si bien actuaba como matador en festejos a la usanza yucateca difícilmente tendría en su horizonte la posibilidad de actuar en novilladas formales.
Tendencia actual
Hablamos de una actualidad que fácilmente se extiende a cinco décadas, durante las cuales hubo cornadas gravísimas de las que venturosamente sobrevivieron, entre otros, Antonio Velázquez, Manuel Capetillo, Jesús Córdoba, Humberto Moro, Mauro Liceaga, Jaime Bravo, José Huerta, Manolo Martínez, Fabián Ruiz, El Pana, Antonio Lomelín, El Glison, Jorge Carmona, Juan Clemente, Juan Pablo Llaguno, Jairo Miguel, José Tomás o, entre los subalternos, David Siqueiros "Tabaquito", Filiberto Rivera "Pinochito" o Alberto Ortiz El Chaval de Orizaba. La cuenta fue notoriamente a menos a partir los años noventa –aunque registraran los letales percances de Alberto Bricio en Guadalajara y Eduardo Funtanet en La México–, y durante el siglo XXI, su incidencia se abate bruscamente.
Las víctimas mortales en cosos del país a partir de 1970, incluidas las dos mencionadas y la reciente de Laureano de Jesús en Yucatán, suman ocho según mis cuentas. No hay entre ellas ningún matador de toros –de hecho, el último fue Alberto Balderas (29-12-40)– pero sí dos subalternos –El Chinanas en Tijuana (28-08-78) y El Chato de Tampico en Villa Colima (13-01-80)– y nuevamente aparece como la categoría más castigada la de "matador de novillos", con cinco decesos; entre éstos, solo uno en un coso de primera –el Nuevo Progreso, donde en junio de 1994 el novillo “Diamante”, de Yturbe Hermanos, mató a Alberto Bricio–, y los cuatro restantes en festejos populares de registro incierto y en perjuicio de muchachos sin nombre ni aspiraciones mayores: Manuel Maldonado en Altamirano, Guanajuato (29-12-70), Jaime Sánchez al que degolló un cebú al pasarlo de muleta en Tepalcingo, Morelos (23.09.74), Sergio X en Huetamo, Mich. (octubre de 1977) y Laureano de Jesús Méndez Uh en Xuilub, Yuc. (07-12-2013).
Cabría preguntarnos qué clase de asistencia sanitaria pueden haber tenido estos infortunados lidiadores. Y aunque por lo menos dos de ellos, Jaime Sánchez y Laureano de Jesús, sufrieron heridas mortales de necesidad, tan dolorosos episodios conllevan un llamado de atención a quienes lucran con la afición o la desesperación de jóvenes o veteranos enfrentados a la necesidad de participar como toreadores de feria, por unos cuantos pesos y sin garantías de asistencia médica adecuada. Un llamado que atañe por igual a organizadores de dichos festejos y autoridades que permiten su celebración y medran a su costa. Utilizando a veces como atracción a animales toreados con fama de asesinos.
Conclusión provisional
Al margen de la observación anterior, esta somera relación de percances mortales mucho dice sobre el riesgo intrínseco de la actividad taurina en cualquiera de sus formas, pero también acerca de los progresos de la cirugía y tratamiento de heridas por asta de toro y su oportuna aplicación. No parece, eso sí –y me remito al detalle de estas estadísticas, fáciles de comprobar por el lector interesado–, que el post toro de lidia mexicano tenga mucha vocación de victimario. Más bien al contrario, pese a excepciones como la de "Navegante" y José Tomás.
No se trata tampoco de que quienes frecuentamos los festejos taurinos lo hagamos con la morbosa aspiración de presenciar cornadas. Nos llama el arte, no la sangre. El sacrificio del toro, animal criado para una lucha y una muerte dignas, es parte fundamental del rito. El del torero, una eventualidad indeseable pero potencialmente necesaria para autentificar el sentido de la lidia. El arte de torear descansa en un delicado equilibrio de fuerzas. Romperlo significa destruirlo.
Así, sin más.
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