Desde hace más de medio siglo durante los primeros días del mes de diciembre se llevó a cabo la Feria Jesús del Gran Poder, este año por primera ocasión no se realizó la semana taurina de Quito; la suspensión anunciada por la empresa que gestiona la Plaza de Iñaquito ha sido analizada desde diversas ópticas, a partir de las consideraciones empresariales, hasta llegar a los temas políticos, sociales y económicos.
El caso es que para dimensionar las causas y consecuencias de la cancelación del prestigioso ciclo de corridas, debemos necesariamente, ubicar el tema en el contexto de la hora actual que viven nuestra ciudad y el país; en circunstancias en que se busca establecer un esquema de gobierno que induce la fractura de las relaciones sociales, condiciona la conducta de los ciudadanos, deslegitima el pensamiento diverso y coarta la libertad de expresión; con el propósito de establecer una estructura prohibicionista, que objete e impida el ejercicio pleno del libre albedrío.
Así las cosas, la fiesta de los toros durante el último lustro, fue materia de un constante ataque político, social y mediático, campaña concebida y diseñada para destruir al espectáculo por sus profundas raíces históricas y por una mal entendida reivindicación clasista manejada con furia y extremismo, con la idea de convertir a los toros en el hilo conductor de un discurso nacionalista con claros propósitos proselitistas.
La consulta popular de mayo de 2011 consagró la manipulación oficial al mutilar al espectáculo con la prohibición del último tercio de la corrida y, además, patentó la hipocresía pues, el toro muere apuntillado en el chiquero pocos segundos después de su lidia; claro está que la injerencia de la política en la cultura jamás trae buenos resultados, en este caso la demagógica fórmula descolocó a sus promotores e incomodó a los aficionados que abandonaron los graderíos de la plaza.
Hace exactamente un año ya se sintieron con fuerza los estragos de la intervención descrita, Quito y sus fiestas habían perdido en gran medida su leitmotiv; el espectáculo central de las tradicionales celebraciones acusaba el daño de la estocada baja infringida por el populismo.
Al cabo de los meses, una vez confirmado el cierre del serial de funciones taurinas, la ciudad resulta irreconocible para propios y extraños, aquel ambiente cargado de júbilo y emoción no es más que un recuerdo que lastima a quienes amamos a Quito por su enorgullecedora historia, por su extraordinaria riqueza cultural y social, por la capacidad de sus habitantes para trabajar con creatividad y esfuerzo y, sobre todo, por su vocación de rebeldía.
Las calles, parques y avenidas ya no son el sitio de encuentro de los quiteños para festejar a su ciudad; los hoteles, restaurantes y bares sufren en soledad la pérdida de sus ingresos; los proveedores de bienes y servicios intentan en vano recuperar sus ventas; los microempresarios, artesanos, informales, transportistas, vigilantes, músicos, artistas y comerciantes; se suman a los toreros, ganaderos, subalternos, mozos de espadas, areneros, acomodadores, albañiles, electricistas, pintores, carpinteros; entre muchos más, que sufren en carne propia un severo revés económico, déficit cuantioso que lesiona también a las cuentas municipales y estatales por la merma de ingresos tributarios.
La Feria de Quito estrechamente vinculada a la actividad turística generaba alrededor de cien mil empleos directos e indirectos, motivados por un movimiento económico superior a los 20 millones de dólares que servía de dínamo para las finanzas de la ciudad y su gente que encontraban en sus anuales fiestas una lucrativa temporada alta de ventas, trabajo e ilusión.
Lo cierto es que más allá del doloroso lucro cesante de miles de familias, la querida Quito perdió su identidad, su alegría y su libertad.