Ruedo: El celo de Manolo
Miércoles, 22 Ago 2012
México, D.F.
Heriberto Murrieta | Opinión
La columna de este miércoles en Récord
"Voy a estar muy bien… mejor que antesss", me dijo Manolo Martínez, arrastrando la última letra, con su clásico acento norteño. El diestro regiomontano estaba convencido de su potencial cuando lo entrevisté en la ganadería tamaulipeca de Cuco Peña, a petición de Guillermo Ochoa, pocas semanas antes de su regreso a los ruedos, una mañana helada de enero de 1987. Manolo vestía una camisa a rayas azules, pantalón claro y su clásica chamarra Members Only.
Se había puesto a dieta. La patilla larga, la nariz aguileña, el andar despacioso y un dejo de timidez que no cuadraba con su importancia histórica, con su vitola de figura de época. En el tentadero estuvo enorme, con el empaque de siempre, intuitivo y artista, dueño de la escena y de las voluntades de las becerras.
Corto de palabra, grande en conceptos, no era meloso ni le importaban las apariencias. Hosco y a la vez afectuoso, Manolo sonreía sin fingimientos cuando se sentía en confianza, como aquella otra vez en que se tumbó en calzones en su cama del Camino Real para escuchar en qué consistiría la entrevista que le iba a realizar para publicarse en el libro El Toreo-Verdad. Ahí estaban a la vista las cicatrices de las cornadas que serpenteaban formando angosturas de piel gruesa y brillosa, la de Cáceres en el muslo derecho, la de "Borrachón" en el izquierdo.
Llegó el día de su reaparición en la Plaza México. Domingo 26 de abril de 1987. Se agolparon los fotógrafos para captar su entrada al oscuro túnel de la incertidumbre. Se oyó un barullo y atronó la voz de Manolo:
-¿Dónde está Murrieta?
Algunos se pusieron lívidos al ver el ademán enérgico del torero.
-¿Dónde está Murrieta?, insistió El Mandón, alzando la voz.
Se le cuadraron: "Está allá, afuera de la enfermería, platicando con Campos Licastro".
Olvidándose del significado del momento (volvía a vestirse de luces después de cinco años), Manolo se abrió paso entre la gente y se acercó a mí con aire amenazante. ¿Qué podía ser más importante que su vuelta a los ruedos por sí misma?, ¿qué podía haberle molestado?, ¿qué importancia podía tener el locutor principiante de 21 años como para llegar el día de su reaparición directo a buscarlo?
El doctor Campos Licastro entrecerró los ojos como si una gigantesca ola fuera a volcarse sobre mi espalda. Todavía alcancé a voltear y vi venir al torero, con los ojos incandescentes. Manolo Martínez llegó hasta mí y sin mediar saludo, me espetó:
-La corrida de los cincuenta años de la Monumental de Monterrey la voy a torear yo, y no Cavazos. Quiero que lo digas en la transmisión.
Y al final de la frase dejó escapar en voz baja un "por favor" que aligeró el momento. Tras haberse desahogado, Manolo soltó el cuerpo, se me quedó mirando, dibujó su proverbial media sonrisa y se alejó para que Pepe Chafic le ayudara a liarse el capote de paseo. En el momento no le importó su retorno al escenario de sus grandes faenas. Traía algo atorado y lo quería decir. La Monumental de Monterrey celebraría su aniversario cuatro meses después, el 29 de agosto, pero la conquista en los escritorios ante su acérrimo rival acababa de consumarse y venía pensando en ella. Seguramente su apoderado había sostenido una batalla con la finalidad de imponerlo en ese festejo para el cual, deduzco, también se había barajado el nombre del no menos enrazado Eloy. Más allá de la "orden" del Mandón, la información era valiosa y me caía sin buscarla.
Todavía muchos tiemblan al recordar la voz autoritaria de Manolo Martínez. Sinceramente yo no, al contrario. A pesar de que no era de los favoritos de mi padre, de quien heredé gustoso la afición a personajes y actividades, admiré mucho a Manolo y en los nueve años que faltaban para su muerte aprendí a descifrar que detrás de esa sequedad visible existía un tipo entrañable, amén de inteligente. Les digo que era hosco y afectuoso a la vez.
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