Cuando El Juli se asomó a la puerta de cuadrillas y vio que El Domo lucía una entrada ciertamente mala, hizo una mueca de desagrado, pues a ninguna figura de su talla le gusta torear con poco público en los tendidos, y mucho menos sabiendo que se cotiza caro y, en muchas ocasiones, como ésta, la empresa se ve obligada a hacer un esfuerzo económico para solventar la papeleta.
En este sentido, fue triste ver que con el cartel anunciado, este moderno centro de espectáculos hubiese tenido sólo media entrada del aforo cubierta, considerando la singular combinación formulada por los jóvenes y entusiastas empresarios Santiago Pérez Salazar, Pablo Álvarez y José Manuel Herrerías.
Y más aún en una ocasión tan significativa en la que Joaquín Guerra, el empresario de la plaza antigua de San Luis (El Paseo-Fermín Rivera) se unió a este proyecto empresarial con un afán de llevar la Fiesta en paz y acrecentar las fortalezas de ambas empresas.
Al margen de estas consideraciones que están paralelas a la lidia, es imperativo decir que la faena que Julián cuajó a su segundo toro, un remiendo de Fernando de la Mora que tuvo nobleza y calidad, fue de altos vuelos y el madrileño se recreó sabrosamente.
Asentado con el capote, jugando los brazos con soltura y donaire, Julián metió en vereda al toro a base de pulso y colocando la muleta a la altura precisa para encelarlo. En este andamiaje técnico dejó fluir el sentimiento y bordó el toreo al natural, toreando con largueza, pulso y temple, en series de magnífico acabado que provocaron los olés más profundos de la tarde.
Hasta los molinetes con aire de trincherazo que ejecutó hacia el final del trasteo tuvieron una expresión muy particular, y como ahora sí entró a matar por derecho, colocó una estocada entera, ligeramente trasera y desprendida, que fue suficiente para que el toro rodara a sus pies.
Aquel mal sabor de boca del principio, cuando vio que no había mucha gente en el tendido, se diluyó de inmediato para dar paso al goce del toreo cuando se hace con esta profundidad.
El segundo toro de la corrida fue deslucido, y aunque El Juli se afanó en robarle algunos muletazos, estuvo un tanto mecánico y ausente, así que poco después pudo sacar el sentimiento gracias a ese buen toro que vino a remendar la corrida de Arroyo Zarco.
Diego Silveti estuvo muy torero, sintiendo mucho lo que hacía, y de no haber fallado a espadas con el tercer ejemplar de la corrida, que fue un toro manejable, hubiese cortado una primera oreja, la que sí le tumbó al quinto, tras una faena entre altibajo que remató de una magnífica estocada.
Los pasajes más destacados de su actuación tuvieron lugar en la faena de muleta al segundo, porque toreó con empaque y sello, despacio y sereno. También, se recordará el quite por gaoneras que cautivó al público por su desgarro.
El toricantano Fernando Labastida se notó centrado delante del toro de la ceremonia, un ejemplar pobre de cara y de escaso trapío, que se orientó pronto. Sus momentos más reunidos los consiguió con el encastado sexto, un toro exigente con el que se jugó la voltereta.
La actitud de Labastida gustó a sus paisanos, que se entregaron a un toreo sobrio y de buenas maneras, en un trasteo que fue a más y culminó con una buena estocada que le sirvió para cortar una oreja de peso.
El juez no atendió la petición mayoritaria, y fue inflexible, sin considerar las circunstancia y lo importante que hubiese sido conceder un segundo trofeo a Labastida, el que pedía el público con insistencia.
Al final de la tarde nos quedó un sabor agridulce: por una parte, la ausencia de más público; por otra: la gran faena de Julián, y la torería de Silveti y la actitud de Fernando, que cada uno salió a hacer lo suyo.