La feria de Sevilla ha terminado confirmando los peores augurios que provocaron sus carteles en cuanto se hicieron públicos. Tarde a tarde de farolillos se han ido haciendo realidad los temores que teníamos en la preferia y ha sido así como, en un escenario plano aunque rentable para la empresa, el ciclo ha dejado a la plena luz del sol de primavera las vergüenzas de un tipo de fiesta que no se sostiene.
Por mucho que se empeñen algunos todopoderosos empresarios, y no sólo los de Sevilla, por mantener el mezquino juego de intereses con que gobiernan la totalidad del espectáculo, en la Maestranza se ha hecho evidente este año triste que no existe otra salida que la de resetear el programa instalado desde hace años en el toreo, si es que se quiere salvaguardar su futuro no ya a largo sino a medio o incluso a corto plazo.
La repetida fórmula de llenar los carteles con toreros baratos y domesticados, como simples elementos de cambio usados hasta la saciedad de la afición, se ha derrumbado estrepitosamente en la Maestranza durante los primeros diez días de mayo.
Porque muchos de esos toreros que, paradójicamente, seguiremos viendo este año por todas las plazas, han mostrado ante ganado con muchas posibilidades de triunfo la inconsistencia de su toreo, su incapacidad para emocionar y emocionares ante el toro, su desmotivación para la apuesta y la entrega. Su condición, en suma, de obreros al servicio de un sistema que les ha explotado hasta la extenuación anulándoles el orgullo y la dignidad profesional.
La ausencia de la Maestranza de las verdaderas figuras del momento –si quieren lo dejamos en tres o cuatro toreros, a lo sumo- sólo ha hecho que acentuar esa sensación de vacío, esa generalizada desolación que se palpaba en los alrededores solitarios del Baratillo después de cada sucesiva decepción.
Sin esos cuantos miles de aficionados que cada año llegaban a Sevilla de todas partes de España y del mundo, la plaza ha sido en esas corridas de trámite un barco sin rumbo, un cónclave de aluvión rutinario, sin criterio ni cultura taurina, que contemplaba el fracaso generalizado sin entender nada, intentando de buena fe ver más allá del lujo del templo, jaleando a banderilleros roneantes, distrayéndose con las golondrinas durante lidias plomizas o confundiendo con toreo caro lo que sólo eran alardes ventajistas de movimiento continuo.
Salvando la, afortunadamente, pura y honda faena de Antonio Ferrera a un “victorino” en el cierre, la entrega sincera de Paco Ureña y Javier Jiménez, la sutileza intermitente de Manuel Escribano y algunos, pocos, detalles más, la feria de Sevilla ha sido un certamen de toreo defensivo, una colección de muletas usadas como pantallas planas y movidas a gran velocidad con una amplia gama de recursos de alivio.
Pero no culpemos de ello a los toreros. Culpemos a quienes les desmotivan, a quienes premian tan rácanamente sus casi siempre improductivos esfuerzos, a quienes alejan de su lado a los buenos taurinos, tan molestos para los especuladores…
Culpemos pues, al manido sistema establecido que está anulando la trascendencia y toda la proyección de futuro de un espectáculo que se desangra por el boquete abierto por tanta mediocridad. A quienes han teñido de gris una fiesta tan rentable para algunos pocos –como este año la, suponemos, satisfecha empresa Pagés, con menos ingresos pero también infinitos menos gastos- y tan ruinosa para el resto.
Hay que empezar a decirlo de una vez por todas, con firmeza, para que, cuando no quede nada en el solar, nadie nos pueda culpar a nosotros, los periodistas, de haber mirado para otro lado, o incluso de haber aplaudido a quienes están perpetrando este descarado saqueo.
Y hay que hacerlo sin miedo, por responsabilidad y obligación, pasando por encima de los cómplices complacientes y serviles, de los torpes arribistas que se conforman medrando con las migajas con que los amos pagan su silencio y esas medias verdades que ya nadie se cree pero que han sumido en la confusión a los espectadores del gueto mediático.
Hay que echar la pata p’alante de una vez, por mucho que, como al apasionado Álvaro Acevedo, sólo por señalar las evidencias, nos empiecen a llegar las amenazas de los lacayos y nos intenten quitar el altavoz. Todos los que amamos este rito, los que nos criamos asumiendo y respetando su valores, los que vivimos para el toreo y no de sus vicios, debemos seguir avanzando en la regeneración de un espectáculo que ya no se sostiene en las manos que lo estrujan.