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El comentario de Juan Antonio de Labra

Jueves, 05 Oct 2017    CDMX    Juan Antonio de Labra | Opinión     
...pero sin apartarse de la incesante búsqueda de un toro único...
Victorino Martín ha muerto. El viejo zorro de Galapagar. El hombre que no tenía linaje, ni prosapia, ni millones… sólo un claro concepto de bravura como cualquier aficionado exigente. Y sobre este pedestal, con toda la astucia del mundo a cuestas, consiguió rescatar uno de los encastes más importantes de la cabaña brava española: Albaserrada.

¿Quién le iba a decir al marqués que un tratante de ganado iba a convertirse en uno de los criadores más célebres del último medio siglo? Y todo se debió a su talento; a una desmedida vocación; a su disciplina, y al afán que tenía por demostrar que la bravura era la mejor fórmula para brindar espectáculo.

Al cabo de los años, el nombre de Victorino Martín se ha convertido en una marca de prestigio, en un referente de ética profesional. Su carácter fue determinante en la forja de una fama bien ganada. Podía jactarse de que cobraba más que nadie y que sus toros llevaban gente a las plazas. Y eso resulta harto difícil de conseguir en una época en la que el toro, por desgracia, casi siempre resulta ser el protagonista menos importante de esta película.

Ese ganadero campechano y astuto, dueño de una atractiva personalidad y un agradable don de gentes, le imprimió a su encaste un sello propio, y de la ilidiable alimaña de finales de los sesentas pasó a la bravura encastada de los ochentas, que a veces se trocaba en genio, pero sin apartarse de la incesante búsqueda de un toro único.

Y cuando un toro de Victorino Martín humilla y se desplaza con el morro metido en la arena siguiendo la muleta, no existe mayor emoción para quienes nos gusta la bravura encastada, en la que la nobleza brilla dependiendo de las manos del torero que la cincela. Ahí está el famoso "Cobradiezmos", indultado en Sevilla, como paradigma de bravura; un toro con el hierro de la "A" coronada, orgullo de su estirpe.

Celoso de su hato, trabajador incansable en sus fincas, Victorino Martín Andrés también tuvo la virtud de inculcar a su hijo su tremenda afición. Y ambos se miraron en el mismo espejo, ahí donde la nitidez de ese concepto de bravura comulgaba a la perfección, con el añadido de tener en su descendiente a un hombre conocedor de los secretos del toreo y de la crianza. Menuda mancuerna. El mérito es de ambos. Ahora el reto sólo es de uno.

Si Victorino estableció las líneas maestras de su ganadería, Victorino hijo ha sabido dar cauce a todo al enorme esfuerzo realizado en el campo al convertirse en el mejor custodio de un encaste son solera. Ese banco genético es un tesoro que debe ser preservado y protegido por el bien de la raza del toro de lidia.

Qué lástima que ya no vive tampoco el sensible Luis Fernández Salcedo, porque seguramente hubiera añadido un capítulo más con el nombre de Victorino a su extraordinario libro "Trece ganaderos románticos", donde dibuja las semblanzas de los criadores de otra época; aquellos que se dejaron la vida en el campo para criar los toros que más tarde veían morir gallardamente en la plaza, con el sol refulgiendo sobre los colores de su divisa.

Victornio Martín se ha marchado, pero su maravillosa obra ha trascendido su existencia. Y eso es lo que vale. Victorino ha dejado una huella indeleble en la Fiesta. Descanse en paz.


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