Si bien la crisis de la tauromaquia en México obedece a múltiples factores, hay uno en el que la mayoría de los aficionados y analistas coincide: la ausencia de una figura nacional con verdadero arrastre popular. Llevamos más de cuatro décadas sin un torero capaz de llenar plazas y de convertirse en referencia colectiva.
La llamada "Cosecha del 22", como la bautizó Juan Antonio de Labra, devolvió durante un tiempo la esperanza de que esa sequía pudiera terminar. Sin embargo, por razones diversas, aquel impulso no ha terminado de cuajar.
Dentro de ese grupo, uno de los nombres que más ilusiona –por la rara combinación de arte y valor– es el de Héctor Gutiérrez. Su anuncio en la Copa Chenel no es un dato menor: es una oportunidad real para medirse en España, darse a conocer y, sobre todo, para empezar a construir algo más difícil que una buena temporada: una figura.
¿Podrá?
No tengo duda de sus cualidades taurinas. Héctor Gutiérrez posee quietud y temple. Se queda firme tanto en los quites como en las faenas de muleta. Esa quietud no es pasividad, sino una presencia que ordena al toro y al público. Domina las suertes clásicas –verónicas templadas, naturales de mano baja– y asume también los recursos contemporáneos –pases de rodillas, remates de entrega– sin estridencia ni afectación. En él, la estética se complementa con el valor.
Formado en el CITAR, su toreo equilibra bases clásicas y sensibilidad contemporánea. En sus buenas faenas, los muletazos brotan sin brusquedad; los cambios de mano obedecen a una economía del esfuerzo, y las ligaduras respetan la lógica del animal. Esa coherencia técnica, unida a una valentía sin alardes, le ha permitido establecer un diálogo auténtico con los tendidos, más allá del aplauso fácil.
No es torero de efectos, sino de construcción: el riesgo surge como consecuencia natural de una faena bien planteada, no como espectáculo por sí mismo. Su propuesta descansa en la coherencia entre pensamiento y gesto, donde el toro no es un obstáculo, sino un interlocutor estético y ético. Leer al toro y responder con precisión: esa es su virtud distintiva.
Alcanzó el momento más alto de su carrera en octubre de 2022 cuando, alternando con Roca Rey, indultó a "Pontífice" de Jaral de Peñas. Desde el recibo de capa –con verónicas sentidas y un quite por saltilleras ejecutado con quietud– dejó clara su disposición.
Con la muleta desarrolló una obra de profundidad creciente, sustentada en la mano baja, la limpieza del trazo y la ligazón, especialmente por el pitón derecho. La clase del toro encontró resonancia en el temple del torero, que supo conducirlo con inteligencia y arte. El público, conmovido, pidió el indulto que la autoridad concedió. Ya con el toro indultado, Gutiérrez siguió toreando, prolongando un trance de comunión plena con el tendido.
Salí ese día de la plaza ilusionado y convencido de que Héctor Gutiérrez estaba listo para irse a España. Coincidimos en una tienta unas semanas después y se lo dije con franqueza. Su respuesta fue clara: no. Habían decidido esperar un año más para “prepararse mejor”.
En mayo de 2025, conversé con Borja Cardelús, director general de la Fundación Toro de Lidia. Me confirmó que Héctor Gutiérrez había declinado participar en la Copa Chenel de ese año. Por eso celebro que haya cambiado de opinión y que, de cara a 2026, sí haya decidido animarse a dar el paso y probarse en España.
La impresión que me queda, después de seguir su trayectoria con atención, es que el verdadero desafío de Héctor Gutiérrez no está en el ruedo, sino fuera de él. Sus carencias no son técnicas ni artísticas, sino de formación integral y de administración de carrera. El toreo exige algo más que valor y temple: pide visión, criterio, capacidad para tomar decisiones estratégicas y para entender el lugar que uno ocupa en la historia de la profesión.
Héctor ha mostrado condiciones sobradas para ser torero, pero no siempre ha demostrado la misma claridad para construirse como figura. Hay que saber estar, saber elegir los momentos, comprender los tiempos del oficio y asumir que la preparación también ocurre lejos de la plaza.
Hay una anécdota –aparentemente menor, pero reveladora– que, a mi juicio, ilustra bien el estilo con el que el torero de Aguascalientes ha venido conduciendo su carrera.
Nos invitaron a una tienta en una ganadería de los Altos de Jalisco. Entre los asistentes había senadores, exgobernadores, académicos y empresarios con gran influencia en la región. El ambiente era propicio para el intercambio de ideas, el diálogo y la convivencia.
La tienta resultó magnífica. Las becerras embistieron con bravura, ritmo y transmisión. Héctor Gutiérrez estuvo enorme: mostró temple, oficio y sensibilidad, y fue además un tentador completo, de esos que entienden al animal y saben ayudar al ganadero.
Tras la tienta, el ganadero organizó un festejo para agasajar a los invitados. Sin embargo, Héctor se marchó sin despedirse. Había en ese grupo muchas personas dispuestas a escucharlo, orientarlo y acompañarlo. Aquella no era sólo una reunión social: era una oportunidad para aprender, dialogar y construir relaciones que también forman parte de una carrera de figura.
La historia del toreo demuestra que no basta con torear bien para ser figura. El dominio técnico es condición necesaria, pero nunca suficiente. Las grandes figuras lo han sido porque encarnaron algo que excedía la arena y se proyectaba hacia la sociedad.
Antes que un estilo, una figura posee carácter: un ethos. No se trata de temperamento explosivo ni de gestos teatrales, sino de una coherencia interior sostenida en el tiempo. La figura intuye –aunque no lo formule– que representa algo más que a sí misma: una manera de estar en el mundo, una cierta idea de dignidad y de límite.
Por eso no mendiga aplausos ni se somete al gusto inmediato. Mantiene una relación adulta con el poder, la fama y el reconocimiento: sabe aceptar la gloria sin embriagarse y soportar la crítica sin degradarse. No todos los toreros de época fueron eruditos, pero sí cultos en un sentido profundo: sabían estar, vestir, hablar y callar; podían conversar con artistas, intelectuales y periodistas sin impostura, porque comprendían que el toreo también se juega fuera del ruedo.
Ser figura, al final, es asumir una responsabilidad simbólica: sostener una imagen, un comportamiento y una palabra que estén a la altura del arte que se representa.
Héctor Gutiérrez, en cambio, proyecta una imagen reservada, distante, que en ciertos contextos puede interpretarse como desdén o autosuficiencia. No se trata de exigir simpatía forzada, sino de comprender que el toreo, cuando aspira a ser figura, también se juega en el terreno de la relación humana.
Si quiere triunfar en España, necesitará rodearse de personas que lo ayuden a leer esos espacios, a dialogar con quienes sostienen y defienden la Fiesta, a construir una presencia que acompañe –y no contradiga– la hondura de su toreo. La torería, conviene recordarlo, no termina en el último muletazo.
México necesita una figura del toreo. Ojalá que Héctor Gutiérrez aproveche la Copa Chenel para dar ese paso decisivo: echar la pata pa’ lante no solo dentro del ruedo, donde ya ha demostrado valor y capacidad, sino también fuera de él, asumiendo la responsabilidad simbólica que toda gran figura debe aceptar.