Un puñado de aficionados, capotes en mano, se plantó frente a El Relicario con una manta que decía algo como "Somos taurinos de Puebla, aficionados en extinción. No exterminen este arte". Las fotos me provocaron ternura, pero también un vuelco en la memoria. Me trasportaron a los años de esplendor cuando esa misma plaza reunía multitudes y era orgullo de los poblanos.
Cuando era niño, Puebla carecía de una plaza de toros fija. El viejo Toreo había cedido su lugar a una tienda departamental, y las corridas sobrevivían en plazas portátiles. Los más aficionados viajábamos hasta Valsequillo, a la plaza de Las Brisas. Los miembros de la Asociación Taurina de Puebla crearon el ciclo de conferencias "Los toros hablados", que mantuvo vivo el espíritu taurino mucho antes de que existiera El Relicario.
De aquella voluntad de no dejar morir la Fiesta surgió, años después, el proyecto de una plaza permanente. La afición poblana no aguardó órdenes ni permisos: actuó. Así empezó a levantarse El Relicario.
José Ángel López Lima decidió construir —y donar— un recinto fijo para la afición. Era un hombre sencillo, emprendedor y de una generosidad poco común. De origen humilde, comenzó vendiendo paletas siendo niño y, gracias a una visión empresarial excepcional, llegó a convertirse en un comerciante internacional de café. Pero más allá de su éxito económico, dejó una huella indeleble en la historia taurina de Puebla: fue él quien convirtió el sueño de una plaza digna en una realidad.
Recuerdo haber acompañado a mi padre a recorrer los avances de la obra que José Ángel impulsaba con tanto entusiasmo. El arquitecto Gilberto de Yta nos recibía con los planos abiertos sobre la mesa, explicándonos cada detalle de la futura plaza. Aunque la estructura era desmontable, la cuidaron y la vistieron con tal esmero que siempre ha lucido como una plaza de mampostería.
El 19 de noviembre de 1988 se inauguró El Relicario, hace ya 37 años. El cartel fue de lujo: David Silveti, Jorge Gutiérrez y Vicente Ruiz "El Soro", con toros de Reyes Huerta. Aquella tarde quedó grabada en la memoria por una escena que, para nosotros, fue casi irreal: El Soro ejecutó su célebre "par del remolino". Citó al toro, comenzó a girar sobre su eje y, mientras el animal avanzaba, aumentó el ritmo de la vuelta. En el quinto giro, levantó los brazos y clavó el par de banderillas con una precisión fulminante.
En ese serial de inauguración también desfilaron figuras como José Miguel Arroyo "Joselito", Manolo Martínez, Curro Rivera, Eloy Cavazos y Alberto Ortega. Al año siguiente, El Soro volvió a asombrar a la afición: indultó a "Campanillero", un toro bravísimo de Xajay.
Fueron años intensos, de tardes que marcaron época. Faenas de Arturo Gilio, Manolo Arruza, Fernando Ochoa, Alberto y Rafael Ortega alimentaron la memoria colectiva y terminaron por consolidar a El Relicario como un verdadero templo del toreo en Puebla.
El 16 de septiembre del 2000, el coso adoptó oficialmente el nombre de "El Relicario Joselito Huerta", en honor al "León de Tetela", máximo referente de la tauromaquia poblana, presente esa tarde en la ceremonia.
Algunos de los aficionados que en aquellos años nos enseñaban de toros en la Asociación Taurina de Puebla —con paciencia, rigor y verdadera devoción— son los mismos que hoy, décadas después, regresaron a El Relicario con capotes en mano. Fieles a su pasión, se plantaron frente a la plaza para recordar que, aunque amenazada, la afición sigue viva. No como una nostalgia repetida, sino como un acto de lealtad hacia un arte que, pese al abandono, permanece en la memoria y en la dignidad de quienes se niegan a dejarlo morir.
La extinción no siempre llega mediante prohibiciones. A veces adopta una forma más silenciosa: la indiferencia. La irrupción del entretenimiento instantáneo, el desconocimiento y la falta de transmisión entre generaciones van erosionando lo que antes era una pasión compartida. Todo eso pesa, y pesa más de lo que solemos admitir.
Quizá la tauromaquia en Puebla ya no convoque multitudes ni figure en los carteles luminosos del entretenimiento moderno. Pero mientras alguien saque un capote del armario, mientras otro vuelva a la plaza aunque sea solo para recordar, mientras la memoria siga viva, nada estará del todo perdido. Las grandes aficiones no desaparecen de golpe: se transforman, resisten, se esconden bajo la ceniza hasta que el viento cambia.
Y a veces —cuando menos se espera— renacen. Porque mientras exista un solo capote desplegado frente a una plaza vacía, la tauromaquia no estará muerta: estará aguardando su momento.