En el Imperio romano se honraba al emperador con el saludo "¡Ave Caesar!". Era una expresión de reverencia, no de fe: en la Roma pagana no se pedía a los dioses que lo protegieran, porque el emperador mismo era objeto de culto.
Siglos después, el pasado 12 de octubre, en plena Fiesta de la Hispanidad, Madrid no solo homenajeó a Antoñete: celebró, quizá sin saberlo, la resistencia entera de un país. En el ruedo, César Rincón volvió a torear con la solemnidad de quien sabe que cada pase puede ser el último grito de libertad.
El maestro Rincón merece la aclamación que los romanos reservaban a los generales victoriosos: "¡Vivat Caesar!". ¡Salve, Rincón!
Mientras en Bogotá el régimen de Petro conspira contra la libertad, negando la historia que lo precede, en Madrid se le rindió homenaje al más grande embajador colombiano. César Rincón no solo torea: resiste. No solo combate: representa.
César Rincón ha hablado en el Congreso colombiano, ha dado entrevistas, ha escrito cartas. Pero su defensa más honda de la tauromaquia ha sido con el testimonio de su vida. Y para recordárselo al mundo –y, en especial, a los propios colombianos–, regresó a la plaza más exigente. Allí donde el arte, como decía Deleuze, resiste a la muerte, y el tiempo no se mide en minutos, sino en embestidas. Cada vez que ha plantado los pies para citar de largo, cada vez que ha dejado que el toro se exprese antes de someterlo, ha dicho más por la vía estética que lo que cualquier político podría decir por la retórica. Su faena es una forma de verdad que, como en Francis Bacon, solo puede surgir del sufrimiento. Y eso basta para entender su legado.
Lo hace, además, como colombiano: con ese mismo temple que se cultiva en las montañas del Quindío, donde el café no solo despierta el cuerpo, sino también la conciencia. Así como el café es parte de la identidad compartida de los colombianos, también lo es su toreo: limpio, recio, hecho de valor y de pausa, de espacio y de respeto. Su figura no simboliza solo la dignidad cultural de Colombia, sino la de un arte entero que se niega a morir de pie. Porque la tauromaquia, en Rincón, no es solo una tradición: es una forma de estar en el mundo. Y estar de pie, hoy, no es solo un gesto: es una forma de resistencia.
Pero no todos entienden el arte como forma de verdad ni la cultura como expresión libre del alma colectiva. Para algunos, la belleza es incómoda cuando no obedece, y la tradición es sospechosa cuando no se pliega al dogma ideológico. Mientras Rincón reafirmaba en Madrid, con verdad y temple, el sentido profundo de la tauromaquia, en Colombia continúa un proceso político que pretende erradicarla del imaginario colectivo. No es coincidencia: el arte y la censura siempre han estado en disputa. La tauromaquia, que exige tanto del cuerpo como del espíritu, es hoy blanco de un poder que prefiere el silencio a la complejidad.
Gustavo Petro no es solo un gobernante que prohíbe los toros: representa una moral invertida que, en nombre del progreso, busca imponer el silencio. Su prohibicionismo no nace de la compasión, sino del desprecio: no por los animales, sino por la humanidad que vibra, sufre y se expresa en sus ritos culturales. Disfrazado de sensibilidad, el autoritarismo revela su verdadera voluntad de control. Quien censura el arte no defiende derechos: elimina memorias e identidades. La tauromaquia, con todo su dolor y su belleza, es parte de la cultura popular colombiana. Silenciarla no es proteger la vida, sino amputar el alma de una nación.
César Rincón ha hecho del temple una forma de estar en el mundo. Citar de lejos, respetar el tiempo y el espacio del toro, no precipitarse, permitir que la verdad emerja desde el riesgo: esa es su ética. Su faena no es sólo técnica; es también símbolo. Representa una estética de la dignidad, donde el valor se ejerce con serenidad, el arte con humildad, y la libertad con respeto. Frente al autoritarismo que prohíbe desde el prejuicio, su toreo afirma desde la entrega. Frente al grito ideológico, su silencio lleno de verdad. Porque allí donde algunos quieren imponer la censura, él ha impuesto la belleza. Y en tiempos donde se quiere borrar la cultura con decretos, Rincón ha respondido con una faena. Una que no pide permiso, porque nace del alma. Una que no obedece al poder, porque obedece a la verdad.
¡Ave, César! ¡Dios salve a Rincón y a Colombia!