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Un repaso histórico de la Corrida Goyesca

Lunes, 22 Sep 2025    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | La Jornada de Oriente   
Uno de los festejos con más solera del calendario taurino
Cada septiembre, el toreo se reconoce a sí mismo como fiesta sin par en su escenario más asolerado y venerable. Para vivirlo in situ, hay que ascender a lo más alto de la serranía malagueña, donde el tajo de Ronda rompe por un día su paz y aislamiento habituales, se viste de gala y hace como si el tiempo pudiera volverse atrás, a los días en que Pedro Romero y sus hermanos ofrecían las primicias de la estocada en la suerte de recibir en pugna feroz con sus pares sevillanos, que encabezaba Costillares. 

Todo eso lo guarda celosamente la pétrea estructura del coso rondeño, circundado por dos niveles de esbeltas arquerías que protegen de la intemperie de los siglos un graderío que supo de las glorias y tragedias de los primeros empeños de a pie, balbuceos de una tauromaquia cuya evolución y alcances no sospecharían los partidarios del señó Curro Guillén, al que un toro de Cabrera, aculado en tablas y a la espera, había de enviar al otro mundo cuando, retado a voz en cuello por un anónimo malqueriente del tendido, pretendió matarlo recibiendo cuando lo que el manso y cornalón astado estaba pidiendo era un raudo y expeditivo volapié. Nunca sabremos si ocurrió precisamente así, pero así es como lo cuentan y cantaron los romances de la época.

Goya y su relación con los toros

Sucedía esto el domingo 20 de mayo de 1820. Cuatro años antes, Francisco de Goya y Lucientes había publicado los 33 grabados al aguafuerte de su célebre Tauromaquia. Y cinco años después, durante el exilio francés al que se vio obligado en 1824 dada su peligrosa disonancia con la política absolutista y retrógrada de Fernando VII, el genio aragonés, establecido en Burdeos hasta su muerte de 1828, iba a retomar la temática taurina en cuatro litografías que para muchos expertos marcan la culminación del expresionismo goyesco, aunque ninguna dedicada a la cornada mortal de Curro Guillén –sí había reproducido la de Pepe-Hillo en Madrid (11-05-1801)–. Pintó, eso sí, la primera imagen conocida de un toreador llegado de allende el Atlántico, al que muestra en el acto de alancear a un toro… ¡montado en otro astado!

Don Francisco dejó sin aclarar cuál fue el país de origen de "El famoso americano Mariano Ceballos", título del primero de sus grabados de la corta pero genial serie de Burdeos.

La goyesca de Ronda

Cuando la tauromaquia bajó desde Ronda en busca de nuevos horizontes, su vieja plaza fue quedando relegada mientras la tauromaquia que parió se asentaba en distintos territorios, algunos tan lejanos como las naciones americanas de alguna de las cuales procedió aquel Mariano Ceballos. Hasta que otro rondeño de pro, Antonio Ordóñez Araujo (1932-1998) decidió devolverle el esplendor perdido al coso de su tierra y la de su padre Cayetano, "El Niño de la Palma", de quien heredó una finura artística que Antonio iba a llevar a su mayor esplendor. Sería solo una tarde del año, pero esa tarde y esa corrida tendría que revestirse de un empaque tal que quedara marcada como una de las fechas más entrañables del calendario taurino.

Y qué mejor, para enfatizar tal distinción, que otorgándole el carácter de goyesca por la peculiar la indumentaria de cuantos participaran en ella, desde los matadores hasta los últimos areneros. Naturalmente, se trataba de reunir en el cartel de ese día los nombres más sonoros del escalafón.

La goyesca de Ronda se celebra por primera vez en 1954, pero es hasta el año 58 cuando los trajes de otra época salen a relucir. No es cosa de pedir a la sastrería taurina contemporánea una fidelidad imposible al modo de ataviarse de los diestros del siglo XVIII y principios del XIX, entre otras cosas porque en ese tiempo la ropa de torear no estaba reglamentada y los padres del toreo, rondeños o no, se ataviaban según iban pudiendo. Si uno examina el retrato de Pedro Romero (Francisco de Goya y Lucientes, 1795), poco tiene de lo que hoy vemos y llamamos traje goyesco, si bien el atuendo del maestro –chaqueta azabache, chupa de raso, capote terciado– reviste una gran dignidad. Parece natural que, al margen de si los diestros adoptan o no la redecilla para contener su cabellera que la tradición más añeja reclama, la versión actual del terno goyesco tenga, dentro de su sobriedad, una armonía estética difícil de imaginar en los diestros que los ojos del célebre pintor de Fuendetodos llegaron a ver, admirar y más tarde reproducir en el lienzo. 

Lo que está fuera de discusión es que la corrida goyesca de Ronda, instituida por Antonio Ordóñez en los años cincuenta, sigue siendo uno de los acontecimientos más señalados de cada temporada.

Ronda, 9 de septiembre de 1976

Elegimos, entre tantas posibilidades como ofrecen cerca de setenta versiones de la goyesca, el festejo del año 76. Reunía el cartel los nombres del propio Ordóñez, Paco Camino y Francisco Rivera "Paquirri", yerno, a la sazón, del maestro de Ronda, obligado organizador del festejo.

Se les cortaron a los toros de Carlos Núñez diez orejas y cuatro rabos, lo cual no es de extrañar puesto que a la goyesca se asiste con ánimo distendido y disposición a celebrar con exaltación cuanto de festiva alegría es capaz de transmitir el arte de torear. No caben, ni mucho menos, los desplantes de intransigencia de Madrid, los silencios sabiondos de Sevilla ni los imponentes encierros de Bilbao. A Ronda, a la goyesca, se va a disfrutar, no a cuestionar. Encabezar un paseíllo en tan venerable coso ya es, en sí, un privilegio, un reconocimiento a la categoría de figura de quien está partiendo plaza. Y ese torero puede desenvolverse tal cual es con entero desparpajo y sin más apremio que el que le dicte su propia autoexigencia profesional y artística. 

Por eso, Antonio Ordóñez se siguió anunciando incluso cuando estaba oficialmente apartado de los ruedos, tras su primera despedida en Lima (18-11-62) y luego de su alejamiento definitivo en mitad de la temporada de 1971 (San Sebastián, 12-08-71). Y como responsable principal de la goyesca –organizador y cabeza de cartel–, aun estando retirado se sometía a un entrenamiento exhaustivo en el campo que le permitiera responder tanto física como artísticamente a su papel de protagonista clave de la cita anual de Ronda.

Antonio encabeza la apoteosis

Esa tarde del verano tardío de 1976, el hijo del Niño de la Palma apenas pudo taparse con un abreplaza impropio para el lucimiento, pero se agigantó ante el cuarto, bordándole larga e inspirada faena en demostración de su concepto clásico del toreo, expresado con reposada elegancia –le cortó el rabo–; y aún iba a regalar un séptimo ejemplar, el de más galana presencia de todo el encierro, para cuajarlo de manera tan excepcional que el público llegó a solicitar el indulto del nobilísimo astado, al que finalmente despachó Antonio de limpia y fulminante estocada que puso en sus manos dos orejas y un rabo más que certificaban su clamoroso triunfo. Como torero y como empresario, pues, como tantas veces y tantos años, la goyesca agotó el papel y la fiesta se prolongó jubilosamente en la calle y en los colmados de Ronda. 

Camino, en su sitio

No fueron muchas las goyescas en las que Paco participó –apenas dos; ésta sería la última–, de modo que tenía que esmerarse en justificar su inclusión y por supuesto que no se fue en blanco. Por lo pronto, le cortó el rabo al primer núñez que le soltaron, un buen ejemplar al que cuajó de capa y muleta. Mota por nota y hasta el soberano volapié que le valió los máximos apéndices. Y con el quinto, el duro de un encierro de dulce, anduvo breve, fácil y torero, por lo que al final lo llamaron a saludar desde los medios.   

Paquirri, a todo tren

Se encontraba en su momento el entonces marido de Carmina Ordóñez y, fiel al signo de su encastada tauromaquia, salió dispuesto a arrasar. A la exquisitez de Camino y al buen juego del tercero de la tarde respondió ligando tres tercios de alegre, insaciable derroche de poderío físico y taurino, y puesto que era un contundente estoqueador no iba a dejar que se le escaparan los apéndices del excelente bicorne de Carlos Núñez –los dos auriculares y el rabo–. Y no siendo Paquirri amigo de dormirse en sus laureles, se arrimó como desesperado al quedado sexto, prodigó alardes del gusto de la galería, lo mató por todo lo alto y cobró dos orejas más que lo hubieran erigido en triunfador numérico de la tarde si su suegro no hubiera  culminado la apoteósica jornada tal como lo hizo con el bovino extra que tuvo a bien obsequiar a los rondeños y a quienes hubieran emprendido la peregrinación anual a la Meca del toreo. 


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