"¡Abran paso al vendaval: aquí va Lorenzo Garza! /¡Este es el de Monterrey: sismo y estatua!" Así describía Alfonso Junco al también llamado "Ave de las Tempestades".
La imagen que sugiere el poeta es poderosa: combina el movimiento sísmico –esa trepidación interna del torero– con la quietud estoica del cuerpo en medio del riesgo. Esta dualidad, resume la estética de Lorenzo Garza: un torero que conmovía como un temblor pero cuya figura, en plena ejecución, parecía tallada en mármol.
Pepe Alameda, lo complementó en una décima:
"Fuiste por adentro un sismo,
y una estatua por afuera,
pues lo prodigioso era
que, impávido el ademán,
ocultabas un volcán
debajo de la pechera".
Por ironía del destino, Garza murió en septiembre, el mismo mes en que, años después, otro sismo sacudiría la capital.
El regiomontano representa el tránsito de una tauromaquia decimonónica a una más artista, moderna y mediática. Lorenzo Garza asimiló gran parte de la torería de Juan Belmonte. Primero, sus gestos y su porte tanto dentro como fuera del ruedo; y también su colocación, así como la dimensión plástica de su toreo. En el cite, que hacía despatarrado, cruzándose, echaba la muleta primero hacia atrás, para adelantarla después. Pero su pase natural es una evolución del toreo de Belmonte –la estética y la distancia–, pero ligando como Chicuelo.
Era un torero de contrastes: temperamental, arrogante, pasional, pero también de estilo cuidado y enorme personalidad.
Garza toreaba "con el alma en un hilo", como decían los cronistas. Su toreo no buscaba el aplauso técnico sino la conmoción emocional. Lo suyo no era la ortodoxia de escuela, sino la emocionalidad exacerbada, que conectaba de inmediato con las masas.
Pero su verdadero eco no estuvo solo en la técnica, sino en la palabra: los poetas lo intuyeron como metáfora viva. El "Corrido de Lorenzo Garza" del escritor y académico Alfonso Junco, lo describe en su total dimensión.
"¡Todo el Cerro de la Silla
está plantado en la plaza!
Inmóvil y trepidante
se unta a la muerte en la faja,
y en trueno y escalofrío
los tendidos se levantan."
Aquí Junco localiza al torero no solo en el espacio geográfico, sino en el imaginario monumental. Garza no es de Monterrey: es Monterrey. Lleva consigo el símbolo telúrico de su ciudad, y lo planta como un estandarte, en el centro del redondel. Una metáfora poderosa que define la visión heroica y regional del toreo.
"Fundido en fierro y acero
(para algo tenemos fábrica)
mírenlo entre los pitones
que le bordan filigranas:
¡La muerte en los alamares
y la sonrisa en la cara!"
Esta es, quizá, la imagen más garciana del poema. La muerte no se enfrenta: se lleva encima, bordada, como parte del traje y del arte. Aún así, Garza sonríe. Es el torero como actor de un rito donde el riesgo no elimina la elegancia, sino que la enfatiza. Lorenzo no elude la muerte, la estiliza.
"Levántase fray Servando
Gonzalitos se prevenga
por si médico nos falta;
derroche Ramos Martínez
el color a cataratas;
y en prosa de Alfonso Reyes,
dure, nítida, la hazaña."
Junco no canta solo al torero, convoca a las instituciones del espíritu regiomontano: Fray Servando como conciencia; Gonzalitos como auxilio médico; Ramos Martínez como paleta del color; Alfonso Reyes como garantía de permanencia. Garza no es solo torero: es un símbolo cultural, encarnación del ethos regio.
"Y esfumada, allá muy lejos,
como en neblina de lágrimas,
pone una madre en angustia
perspectiva de plegaria.
¡Madre! Te oyeron arriba:
seca y alegra esa casa.
¡Ya, dando tumbos de gloria,
se despeñan las campanas!
Ya el hijo de Monterrey
se untó la muerte en la faja,
y con ella de trofeo
sale en hombros de la plaza."
Cuando el poema gira hacia la figura de la madre introduce una nota emocional de raíz mexicana: el torero como hijo, el ruedo como reto y la casa como espera. Esa escena evoca el drama sin necesidad de mostrar la cornada. Y en la imagen final regresa la muerte, no como amenaza, sino como conquista íntima y trofeo ritual.
Termina la elegía con un estribillo litúrgico:
"¡Abran paso al vendaval:
Aquí está Lorenzo Garza!
¡Este es el de Monterrey:
sismo y estatua!"
La figura del torero se consagra mediante la repetición, como en los responsos, como en las procesiones. El poema termina donde empezó, pero ahora la plaza ha sido transformada por el paso del huracán: Garza ha sido el rito.
El poema de Junco no es sólo oda a un torero: es una consagración popular y literaria de la figura de Lorenzo Garza. El corrido resume el modo en que la palabra popular y la sensibilidad poética supieron captar que Garza era —más que un estilista— una aparición. Su toreo se volvió metáfora.
Garza murió el 20 de septiembre de 1978, siete años antes de que la tierra temblara con furia y desnudara la fragilidad de la ciudad de México. Los días 19 y 20 de septiembre de 1985 quedaron grabados en la memoria nacional como fechas de derrumbe, pero también de temple, dignidad y reconstrucción. Y en esa coincidencia telúrica –Garza, estatua caída; México, ciudad sacudida– puede leerse una verdad honda: que hay sismos que parten la tierra, y otros, como Lorenzo Garza, que remueven el alma.
Años después, cuando aún se evocan los aniversarios de aquel septiembre trágico, vale la pena recordar al torero que llevaba el terremoto por dentro y la estatua en el porte. Porque su memoria, viva en la poesía, recuerda que la tauromaquia –como México– está hecha de paradojas: alboroto y forma, herida y belleza, riesgo y estilo. Y que en cada sismo –humano o telúrico– vibra no solo la fragilidad, sino también la potencia del arte para resurgir.