El arte como lenguaje del alma, y la solemnidad como resistencia..
La muerte de un Papa y la presentación de su sucesor son, en el corazón del catolicismo, momentos cargados de simbolismo, rito y silencio. Cada gesto, cada palabra del Habemus Papam, cada detalle de las exequias, no son meros formalismos: son actos litúrgicos que nos sacan del tiempo ordinario y nos colocan ante el misterio de la muerte, la continuidad, y lo sagrado.
Guardando proporciones, de forma semejante —y no por analogía gratuita, sino por una estructura ritual compartida—, la corrida de toros es también una ceremonia ritual. Un acto sagrado en donde, al enfrentar a la muerte, el hombre se transforma en héroe.
En el ruedo, como en la Plaza de San Pedro, la acción ceremonial más que explicar, revela. Y esa revelación se da a través del orden simbólico: el capote como velo, el pase como plegaria corporal, la muerte como sacrificio.
Ambas manifestaciones sagradas —la eclesiástica y la taurina— se sostienen sobre una premisa común: la belleza como vía de acceso al misterio, el arte como lenguaje del alma, y la solemnidad como resistencia al mundo banal.
Hoy que el mundo ha presenciado la muerte, las exequias de un Papa y la elección de otro, muchos han sentido que algo profundo se ha movido en el alma de la humanidad. Eso mismo, en otra escala, sucede cuando un toro muere con honor y un torero torea con verdad.
El ceremonial no es un adorno: es una forma de estructurar lo sagrado en la vida humana. Tanto en el funeral de un Papa como en una corrida de toros, las formas rituales permiten que los seres humanos, con sus miserias, se acerquen a los misterios. El lenguaje simbólico expresa lo inexplicable. Son ceremonias que nos enseñan que es más fácil acercarse a enigmas como Dios y la muerte a través de la solemnidad, la belleza y la comunidad.
Dado que en estos días la mayoría estuvimos siguiendo las exequias de Francisco I, el cónclave y la elección de León XIV, es interesante profundizar en algunos de los simbolismos que estuvieron presentes y que observamos también en una corrida de toros.
Primero, la figura del héroe. En el Vaticano, el Santo Padre personifica mediación, sacrificio y representación universal. En el albero, el torero, que al poner su vida en juego, enfrentando al toro —que representa el riesgo, la muerte, pero también es víctima sagrada— lo transforma en héroe.
Segundo, la suerte y la voluntad divina. El cónclave se inicia con una oración al Espíritu Santo. Los cardenales reconocen que lo que va a suceder no está del todo en manos humanas. En el toreo, vinculado desde su origen con la religión católica, el primer acto de la liturgia taurina es un sorteo. Los participantes se encomiendan a Dios y los taurinos repiten: ¡Qué Dios reparta suerte! Reconociendo que es Él, el responsable de nuestro destino.
Tercero, los rituales, forma y comunidad. Ambas tradiciones construyen un orden simbólico donde cada gesto tiene sentido. El Habemus Papam como proclamación colectiva; el arrastre lento como tributo comunitario.
Cuarto, el color rojo como sangre, fuego y Espíritu. En la liturgia católica, el rojo simboliza tanto la sangre de los mártires como el fuego del Espíritu Santo. Se utiliza en celebraciones relacionadas con la Pasión de Cristo, Pentecostés y fiestas de apóstoles y mártires. En el contexto papal, el uso del rojo en la estola y la muceta subraya el compromiso del Papa con el sacrificio y la guía espiritual de la Iglesia. En los toros la muleta es roja y se venera la sangre en la inmolación.
Quinto, los ornamentos y vestes con reminiscencias del medievo. León XIV se asomó al balcón revestido con una estola, signo de autoridad y servicio; y con una muceta que representaba dignidad y continuidad. Estos ornamentos, de color rojo y rematados con oro, reafirman su compromiso con las responsabilidad inherentes a su cargo y conectan con la herencia ceremonial y barroca de la iglesia evocando el sacrificio y la continuidad apostólica que caracterizan al papado. Los toreros hacen el paseíllo con un capote de paseo y una chaquetila, también, cargados de historia y de vocación. Se visten para morir o para elevar el instante a un sentido mayor.
La estola del Papa y el capote del torero están tejidos con siglos de sentido. Ambos cubren a hombres que saben que no representan su ego, sino aquello que encarnan. Tanto el arte verdadero, como en la fe, se exige forma, color… y riesgo.
Por eso tan importante que la estructura simbólica de la tauromaquia se respete lo que se estipula en la tradición. Porque tanto la Iglesia como la tauromaquia, cuando conservan su liturgia, siguen siendo puertas hacia lo invisible. Mientras exista el misterio —en el templo o en el ruedo—, el arte ritual seguirá siendo un lenguaje hacia lo sagrado, una forma que revela y gesto que consagra.