Carlos Arruza tuvo en 1951-52 su temporada más completa en la ciudad donde había nacido 32 años atrás (Ciudad de México, 17-02-20): en apenas tres tardes y cinco toros cosechó nada menos que seis orejas y dos rabos, el segundo de ellos en la corrida Guadalupana del 5 de marzo de 1952, festejo benéfico con seis espadas y toros de diversas ganaderías.
A Carlos le correspondió "Tanguero", lidiado en segundo lugar y procedente de Pastejé, hierro talismán para el torero criollo ya que a dicha vacada pertenecieron también "Holgazán" (25-01-51) y "Maestro" (03-02-52), a los que asimismo cortó los máximos apéndices en la Monumental de Insurgentes. Visto desde esa perspectiva no es casual que el Ciclón Mexicano, al hacerse ganadero de bravo, haya optado por adquirir la vacada mexiquense que tantos triunfos le diera, tanto en la capital como en plazas de los estados.
Como era usual en corridas benéficas, los diestros anunciados actuaron sin cobrar, y la recaudación obtenida se destinó a las obras de la basílica de Guadalupe –la antigua, no la actual. Así fue como, ante un lleno total, hicieron el paseo Silverio Pérez, Carlos Arruza, Manolo González, Rafael Rodríguez, Jesús Córdoba y José María Martorell. Felices tiempos en que los dos hispanos del cartel –González y Martorell– no dudaron en cumplir este último compromiso de sus campañas sin pensar en sus cuentas bancarias. Ambos habían triunfado repetidamente a lo largo de una temporada en la que su paisano Miguel Báez "Litri", el más caro y publicitado de los importados, hizo el mayor de los ridículos; los ex mosqueteros Rafael Rodríguez y Chucho Córdoba también habían brillado, aunque sin alcanzar las alturas por las que el Arruza de entonces se movía con envidiable desparpajo.
La faena de "Tanguero"
Aunque el nombre alguna relación musical tenía con el del inolvidable "Tanguito" inmortalizado por Silverio (31-01-43), este de marzo del 52 no se parecía a aquel en absoluto, pues fue un ejemplar terciado y bien puesto, de pelo castaño, rebarbo, ojo de perdiz. Un buen toro, fijo y acometedor, con el que Carlos se sintió a gusto desde el primer momento, cuando trazó la verónica con quietud imperturbable y templado juego de brazos. Y tan acoplado a la embestida de "Tanguero" que no dudó, en su quite, en echarse el capote a la espalda para ceñir increíbles vizcaínas –este quite, creación del mexicano Arturo Álvarez "Vizcaíno", lo mismo podría describirse como una chicuelina con el capote atrás que como derivación a pie firme del galleo por tapatías del Orfebre Pepe Ortiz–.
De modo que la plaza era un volcán cuando Arruza pidió banderillas y ofreció uno de sus maravillosos segundos tercios, jugando a dejarse perseguir para poner al toro en el terreno más conveniente, y reuniendo enseguida en la cara como el maestro consumado que era para que los seis aretes quedaran enhiestos sobre la mera cruz, en un espacio no mayor al que ocuparía una moneda.
La faena fue un alarde de alegre maestría, en permanente desafío a la geometría del toreo, reducida la cercanía de los pitones al mínimo permisible para que el toro pase sin atropellar al artista. Así se apretó Arruza y así trazó, imperturbable, la ruta curvada del derechazo, y todavía más al torear por naturales a "Tanguero". Pero luego de esa cabal exhibición de un toreo elegante, vertical y templado, llegaría toda esa gama del arrucismo puro consistente en el peligroso placer de ir acumulando ventajas en favor del astado, metido el torero en un terreno cada vez más comprometido. Ante eso, nadie podía permanecer indiferente, por más que los enemigos de Carlos lo acusaran de incurrir en una especie de toreo circense sin red de protección.
La jovial maestría
Pero lejos de prostituir la esencia del arte, el Carlos Arruza de la última época –más decantado su estilo, más madura y clara su técnica—se sitúa en las coordenadas de los grandes maestros del siglo de oro del toreo; como él, Joselito El Gallo, Fermín Espinosa "Armillita" o Domingo Ortega solían juguetear con los astados en la fase final de sus faenas, ya toreando por la cara metidos entre los cuernos, ya intercalando vistosos pases de rodillas o exhibiendo su superioridad sobre los bureles con osados y despreocupados desplantes… sólo que, sobrepasando esas vistosas demostraciones lidiadoras, Arruza adornaba el final de sus muleteos con hallazgos propios, tal el lasernista de hinojos, o los de pitón a pitón metida la rodilla entre los pitones, o ese cambiarles el viaje a los toros en cortísimo terreno –lo que Alameda denominaría después capetillina–, derivación del péndulo con cite a distancia… y desde luego la arrucina y el teléfono, creaciones originales y exclusivas del Ciclón Mexicano.
Todo eso abundó en la fase última de la gran faena a "Tanguero", premiada con las orejas y el rabo tras la fulminante volapié. Porque Carlos Arruza tuvo uno de los estoques más seguros de su tiempo, y no ejecutada la suerte de cualquier manera sino en derechura y con mucho sabor, el mismo del que supo impregnar el conjunto de su personalidad torera. A los despojos del bravo castaño de Pastejé el juez Lázaro Martínez ordenó se les rindiera el homenaje de la vuelta al ruedo.
Manolo y Martorell se dejan ver
Ambos habían redondeado una excelente temporada al presentarse en la Plaza México y en perfecta comunión con un público que de inmediato se identificó con la personalidad torera de ambos, tan distintos entre sí como iguales en su empeño por conquistar a la afición que tan a menudo llenaba el coso mayor del mundo. Si Manolo González encarnaba la gracia, ese inconfundible aire a sevillanía que en otro tiempo había convertido en favoritos de nuestros aficionados a Chicuelo, Cagancho y Pepe Luis Vázquez, José María representó, tarde a tarde sin desmayar una, el estoicismo y la tenacidad de los espadas cordobeses, inaccesible al desaliento, aguantando a sus toros desde el primer lance hasta el momento supremo del volapié, una de sus especialidades.
Manolo González, tercer espada en la corrida guadalupana, no encontró acomodo con su toro, de Torrecilla, lo mismo que el que decidió obsequiar en séptimo lugar. Con éste, alegre y dócil, el pequeño sevillano volvió a ser el artista tocado por los duendes que la gente esperaba. Todo le salió a pedir de boca: los salados lances de recibo, las chicuelinas del quite, que Manolo ejecutaba con la mano alta a la manera de Cagancho, y una faena corta pero bellamente redondeada a la que no le faltó ni le sobró nada. Tampoco la estocada, que puso en sus manos las orejas del cárdeno de Torrecilla.
Martorell había cuajado plenamente al sexto, un buen toro de Pastejé; calentó el ambiente veroniqueando a pies juntos con su habitual ajuste, bajas las manos y erguida la figura. Y la faena mantuvo el tono dramático que distinguía a este diestro de apellido catalán y estoicismo cordobés, que ligaba los muletazos sobre un breve espacio de arena y se embarraba a los toros en las manoletinas finales antes de volcarse sobre el morrillo para hundir el estoque hasta la cruz. La valerosa gesta de esa tarde añadió dos apéndices más a su colección de una campaña en la que llegó a cobrar un rabo –de "Velero", otro bicho torrecillense que, a diferencia de éste, no le había puesto las cosas nada fáciles (20-01-52). Y una semana después, toreando a beneficio de la Unión de Matadores, conquistaba la Oreja de Oro sin necesidad de cortar las del toro, pero superando a juicio del público a los otros cinco espadas en una tarde marcada por el mal juego del ganado.
Sin toros
Los otros tres mexicanos del sexteto anunciado no corrieron con la misma suerte. De Silverio, a estas alturas, ya nadie esperaba gran cosa, y el compadre se limitó a machetear a un lagunero aplomado que se defendió en tablas. Tampoco los jóvenes exmosqueteros Rafael Rodríguez (con un probón y peligroso bicho de Xajay) y Jesús Córdoba (le tocó un mansurrón de San Mateo) lograron sacar los pies del plato. Y eso que lo intentaron, a costa incluso de ser cogidos, por fortuna sin consecuencias.
Así fue la segunda de cinco corridas a beneficio de las obras de mantenimiento de la antigua basílica de Guadalupe, organizadas entre 1950 y 1955. Para diciembre del 56, y destinada también a socorrer a la basílica y sus capellanes, iba a celebrarse en El Toreo de "Cuatro Caminos" la única serie de corridas en seis días consecutivos que ha visto la capital mexicana. El montaje de aquella Feria Guadalupana corrió a cargo de Antonio Algara, lobo de larguísimos colmillos, que se alzó con el santo y la limosna, luego de lo cual no volvería a dar señales de vida.