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Lorenzo Garza: ¡Figura inmortal de la Fiesta!

Lunes, 24 Feb 2025    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | La Jornada de Oriente   
La última tarde de la vida torera de un titán de los ruedos
Durante mi infancia era común escuchar, sobre alguien que se despedía una y otra vez y no acaba de irse: "lleva más despedidas que Lorenzo Garza". Pero siempre hay una última vez. Y la de Garza en traje de luces tiene una fecha (20 de febrero de 1966) y una plaza (la de su natal Monterrey, rebautizada muchos años después con el propio nombre de Lorenzo). Y, naturalmente, un toro ("Joyero", de José Julián Llaguno). Repleto el coso de gente y de pasión, una constante en la carrera del Califa regiomontano.

Habrá que aclarar que, en realidad, Garza solamente se despidió de manera formal en dos ocasiones: ésta de Monterrey, con 58 años a cuestas, y una primera, dos décadas y pico atrás, en El Toreo de La Condesa (21-03-43), más por imposición del todopoderoso zar de la Fiesta, Maximino Ávila Camacho, que por su libre decisión. Podría agregarse una tercera, precisamente en la tierra del temible militar teziuteco (Puebla, 30-11-43). Y nada más.

En cambio, fue reiterativo en lo de convertir en suceso cada reaparición suya luego de permanecer voluntariamente apartado de los toros por algún tiempo, confirmación de su proverbial habilidad para autopromocionarse, al extremo de la cual figuraron sus no menos famosas broncas o mítines, enemigo declarado de lo gris y convencido de que todo gran torero debe ser también un consumado actor dramático. Tampoco dejó de prodigar declaraciones polémicas a través de su borrascosa trayectoria de figura grande del toreo.

La enésima

Vamos a ver: la primera reaparición de Garza se dio a los dos años de su retirada forzosa del año 43. Tras casi un decenio suspendidas las relaciones entre las torerías de México y España y una vez firmado el primer Convenio, en la inmediata temporada grande capitalina –1944-45– fue tan notoria la superioridad de los espadas nativos sobres los foráneos que Garza, quien seguramente conservaba el vivo recuerdo de aquellas triunfales campañas españolas suyas que el boicot de 1936 interrumpió, se dejó invadir por el deseo de emularlas. Y sin más ni más anunció su reaparición cuando la temporada ya finalizaba, a plaza llena y con Cagancho, viejo amigo, como uno de sus alternantes (01-04-45). 

Además del rabo cortado esa tarde, Lorenzo se dio tiempo para desatar una de sus broncas al otro domingo, y bordar luego par de faenones mano a mano con Luis Procuna en el último festejo de la campaña (29-04-45). Y de vuelta en España consiguió, como antaño, que se abriera para él la puerta grande en Madrid (15-07-45), antes de sufrir en Barcelona una cornada tan grave que le indujo a tomarse nuevo receso. 

Que no duraría mucho, porque la siguiente temporada mexicana, marcada a fuego por la revolución causada por Manolete, determinó una subida en los honorarios de las figuras que no podía pasarle inadvertida al regiomontano sagaz que Lorenzo nunca dejó de ser. Anunció entonces que volvería para el invierno de 1946-47, ya en la flamante Plaza México. Y nada mejor, para preparar el terreno, que un reto público al Monstruo de Córdoba, mientras acordaba con el empresario Antonio Algara un contrato donde se estipulara no la misma enorme cantidad que Manolete recibiría por corrida sino una que la superara… aunque fuese por solamente un peso. Si esto fue o no cierto, anótese como una más de las consejas esparcidas por el garcismo.

Así se las gastaba nuestro hombre, y fue ese el invierno en que, alternando con el insigne cordobés, lo mismo lo superó cortándoles los rabos a sus dos toros de Pastejé en memorable tarde (11-12-46), que aguándole el éxito con una bronca descomunal como colofón de su mala actuación con una dura corrida de San Mateo (19-01-47, con cárcel, multa y demás). Pero sobrevino una nueva ruptura con España, soplaban vientos de cambio en la atmósfera taurina del país y Garza, no sin alguna gran faena y tal o cual sonado mitin más, optó por apartarse nuevamente de los ruedos. Y así permaneció por casi un decenio. 

A finales de los años 50, con la sombra de la monotonía sobrevolando la fiesta, nombres como el suyo no dejaban de ser un revulsivo apetecido por las empresas. Y en más de una ocasión, el viejo Lorenzo accedió a enfundarse en el terno, esporádicamente y en plazas periféricas. Hasta que, en 1959, Alfonso Gaona lo atrajo por última vez a una temporada en la Monumental con un contrato millonario por cuatro corridas. Como era de esperar de un hombre fuera de toda forma física y taurina, la enésima reaparición del Ave de las Tempestades se tradujo en un desencanto sin paliativos. Su último mano a mano con El Soldado sonó a réquiem y el tema Garza pasó pronto al olvido… ¿Ahora sí definitivamente?

Última llamada

La detonó la aparición de un novillero nacido también de Monterrey llamado Manuel Martínez Ancira. No era una novedad más sino la promesa de una nueva era para la tauromaquia nacional. Y un empresario imaginativo, Leodegario Hernández, sabedor de que entre los entusiastas de Manolo figuraba Garza, le propuso a Lorenzo una reaparición relámpago para otorgarle la alternativa ante sus paisanos. Accedió el maestro, y para sorpresa de todo mundo, no sólo cumplió con su papel protocolario sino, rejuvenecido, salió a disputarle las palmas al novicio (07-11-65). Leodegario aprovechó ese ímpetu para incluirlo en alguna corrida más en otra de las plazas que controlaba –en disputa con la empresa capitalina, el señor Hernández tenía dificultades para redondear sus carteles–. Y Lorenzo Garza se erigió triunfador máximo de la feria de León.

Con estos antecedentes se aprestó a vestir por última vez el traje de luces, un marfil y oro similar al de su alternativa en Aranjuez, de manos de Juan Belmonte (05-09-34).

La corrida final

No era grande, pero el encierro de José Julián Llaguno tenía buen porte y muy cuidada nota. Y Lorenzo salió a romperse, y además encontró réplica en dos jóvenes alternantes de los que, por edad, bien podría ser abuelo. 

El salmantino Paco Pallarés, favorecido por el mejor lote, cuajó a sus dos toros y cosechó tres orejas. Era un torero de fina clase y cierto toque de sevillanía, pese a ser castellano, que a saber por qué razones se quedó en el camino, pero que en ese momento disponía del impulso que lo había llevado a una alternativa de lujo en Salamanca, con El Viti de padrino y José Fuentes (14-09-65). Como a Fuentes, lo llevaba El Pipo, aquel pintoresco taurino, descubridor de Manuel Benítez "El Cordobés". La primera faena de Pallarés, a un gran toro, resultó redonda; la segunda, buena también, palideció a ojos del público por efecto del anticlímax ocasionado por la apoteosis garcista en el turno anterior. 

Raúl Contreras "Finito", doctorado en su natal Chihuahua por Joselito Huerta en fecha aún más reciente (31-10-65) a favor del ambiente creado por una campaña novilleril en España realmente sensacional, no encontró toros a modo en la despedida de Garza pero se sobrepuso y terminó por desorejar a su primero. Finito, que además de poseer sello propio y valor del bueno era dueño de un modo de torear profundo y recio llegó a disputarle a Manolo Martínez su sitio de privilegio en los primeros años de ambos como matadores, pero súbitamente se apagó, arrinconado por el mal psíquico que lo llevaría a la autodestrucción y a una muerte prematura (1947-1974). 

Lorenzo, en grande

Ya había dejado muestras de su clase y su impronta inconfundibles con el abreplaza, pero lo realizado con "Joyero" (cuarto) fue el acabose. ¿Torero antiguo? ¿Toreo pasado de moda? Toreo clásico y torero eterno, capaz de reinventarse una y otra vez y de maravillar por igual con su arte personalísimo a viejos y jóvenes, garcistas y antigarcistas, herederos de aquella división en dos bandos cultivada adrede durante su época grande.

Con ese negro y paliabierto ejemplar de José Julián Llaguno, Lorenzo Garza ofreció un muestrario completo hasta lo ampuloso de su estilo impar, desde la verónica con el compás abierto a la manera garcista –las plantas en ángulo de 90 grados, el pecho saliente, el pulseo preciso–, hasta esa media frontal suya, ya de pie, ya de rodillas, o el echarse el capote a la espalda que patentara en los lejanos años 30 para trazar enseguida la gaonera califal, la suerte cargada con señorío y el juego de brazos acompasando la embestida. 

Pero si figura fue del primer tercio, la fama del Ave de las Tempestades se fincó sobre todo en el último. Muletero extraordinario, Garza fue con "Joyero", si no el artífice máximo del pase natural –el rebelde cuerpo no daba ya para el giro elástico y justo de sus mejores días, y por tanto no consiguía ligar los muletazos–, sí un maestro dispuesto a andarle al toro con absoluto desparpajo –aquella especie de molinete andante, erguido, no acuclillado–, quedarse muy quieto en el derechazo a pies juntos o en su exclusivo pase de costado, o deslizar la muleta suavísimamente en lo que después sería rebautizado como pase del desdén.

Y así, toreando, dominando y creando sobre la marcha, terminó por cuajar una faena arrebatadora, distinta, que rematada eficazmente con la espada –nunca fue un estoqueador clásico–, desató una tempestad de ovaciones y llantos a los que correspondió sin perder la compostura, sonriente y feliz, con las orejas y el rabo de “Joyero” en alto. Habrá que agregar que, como buen primer espada, toda la tarde se mantuvo atento a la lidia, así como afectuoso y cercano con los dos noveles que le disputaron sin tregua las palmas y terminarían rendidos a su arte.
¡Salve, Lorenzo!, clamó por última vez la afición de su tierra ¡Ave de todas las tempestades y figura inmortal de la Fiesta!


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