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Viñeta: Donde El Gordo

Martes, 17 Dic 2024    Cali, Col.    Jorge Arturo Díaz Reyes | Cronicatoro   
"...Somos aficionados. Pero aceptémoslo, estamos anacrónicos..."
El gordo Sánchez nos recibió en su "estadero" (rincón taurino). Hacía días venía con el sonsonete: "reunámonos, reunámonos". Hay que acordar algo, esto nos lo acaban". Más allá del comedor, un gran arco de madera tallada precedía el museíto personal. Tras la barra del bar en la enchapada pared, imitación roble, miniaturas de carteles trágicos.

Los últimos de Manolete, Paquirri, Pepe Cáceres y, en el centro, enmarcado y destacado en tamaño natural, el consabido souvenir; uno de Sevilla en abril. 

Sobre la colorida media verónica, la leyenda: "6 Toros 6" del señor Conde de Mayalde para Manuel Benítez El Cordobés, Paco Camino y en tercer lugar, insertado en letras artesanales, el nombre suyo: Juan Sánchez.

Además, una parafernalia de reliquias viajeras. Toritos asimétricos de materiales diversos, la botita de plástico "Tres zetas", una manola, un chulapo, un sombrerito andaluz, postales, fotos de ocasión del dueño con sorprendidos personajes del toreo, más y menos conocidos, autógrafos, boletas viejas... Al fondo, la gran reja dejaba ver el patio con piscina. Y como colocado a propósito apenas timbramos, sonaba el infaltable "Qué viva España".

Luego de sonrisas, abrazos, bromas familiares, ofertas de jerez, aceitunas, jamón serrano, queso manchego… el anfitrión entró en materia.
 
Somos aficionados. Pero aceptémoslo, estamos anacrónicos. Tienen razón los antitaurinos y no pocos taurinos. Miren, ya el Congreso y el presidente aprobaron la prohibición. Todos están contra nosotros, gobierno y oposición. Las votaciones lo mostraron abrumadoramente. La última esperanza es el indulto de la Corte Constitucional.
 
–Yo lo he dicho siempre, basta de tanto purismo. Si hasta los pocos políticos defensores de la fiesta lo han reconocido y propuesto al Congreso, que en lugar de acabarnos nos regularan, nos morigeraran, nos rehabilitaran, nos perdonaran, nos reintegraran, nos… nos… mejor dicho, que hicieran con nosotros lo que quisieran, pero que no nos ilegalizaran –clamó Luis, atropellándose.
 
–Imagínense. De ocho universidades consultadas, esta semana, sólo una no aprobó la ley antitaurina y en cambio sugirió a la Corte eso mismo que dice Luis. Escribámosle –reforzó Simón muy resolutivo.
 
–¡Sí! Hay que quitar la sangre. Ponerse al día, esto tiene que cambiar –clamó Pedro, el político (exconcejal de un pequeño pueblo cercano).
 
–¿O sea quitar los tres tercios, varas, banderillas y muerte? ¿En qué quedamos? –Preguntó inocentemente Martha, la anfitriona, mientras pasaba una bandeja de anchoas –¿Y qué haríamos con los toros luego de bailarlos?
 
–Pues matarlos y carnearlos en el destazadero. Donde el público no vea. Como se hace por millones todos los días en los mataderos del mundo civilizado. Es el único camino de salvación… y eso que ya quién sabe. Contestó Martín.
 
–¿Salvación de qué? –insistió ella.
 
–Pues de la Fiesta, del arte, de la tradición, del negocio, del turismo, de la libertad. Replicaron a cinco voces, molestos de tener que explicar lo evidente.
 
–¿Libertad? Pero si esto que piden es peor que la prohibición. Renunciar a lo que somos y travestirnos –replicó yéndose a la cocina mientras refunfuñaba.

–¡Regular el culto! ¡Morigerar el arte! ¡Negociar los principios!
 
–Bueno, sí ¿y qué? –volvieron a corear los alegres y burlones contertulios, levantando las copas –tráenos papel y lápiz, que lo firmaremos.
 
Al otro lado, el sol alumbraba de refilón la copia litográfica de un Goya. De las que venden en El Prado a los turistas. En ella, junto a un caballo muerto, el toro arremetía contra otro, y el picador echaba su cuerpo a la suerte.
 
Ahora, ya no sonaba el pasodoble. Cómo si el consenso les hubiese quitado un peso de encima y regresado al presente, balanceándose oían al exitoso Bad Boy…
 
Eh, dime, nena, no sé si has cacha o mi pichaera
Yo subí un storie, ma, pa que tú lo viera, tú lo viera
Y le cayera woh...
Vamo a hacerlo la noche entera woh, oh...
 
–Sí, estaban fuera de época –me dije, y me escurrí hacia la puerta sin despedirme.


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