La tauromaquia no es solo un espectáculo; es un lugar de encuentro con lo esencial: la memoria de quienes nos antecedieron, como aquel abuelo que llevaba a su hijo al Toreo de la Condesa, y la conexión con quienes, como mi sobrino Ian, descubren por primera vez el arte del toreo. En cada paso y embestida se teje una narrativa que nos recuerda nuestra humanidad y nuestras raíces.
Cada vivencia alimenta nuestro gusto por la fiesta brava, incluso en tardes decepcionantes como la del domingo pasado en La México. Porque la tauromaquia es más que lo que sucede en el ruedo.
En este artículo, quisiera compartir dos relatos que recibí la semana pasada que ilustran cómo las corridas de toros trascienden el tiempo y el espacio, conectando pasado y presente. Por un lado, la historia del abuelo de Carolina, que en El Toreo de la Condesa sintió una pasión que trascendió generaciones. Por otro, la de Ian , quien en su primera tarde de toros en la Feria de San Marcos encontró un puente hacia sus raíces mexicanas y una nueva forma de entender la expresión y la creatividad. Ambos textos nos muestran que la tauromaquia es más que una tradición; es un arte que nos define y nos conecta.
El abuelo en el Toreo de la Condesa
Quienes fueron mis vecinos de tendido en La México me compartieron un relato que escribió su padre, recordando cómo el abuelo llevaba a sus hijos al Toreo de la Condesa. En aquellos días, la plaza era mucho más que un espacio para ver faenas; era un aula abierta donde los más jóvenes aprenderían a apreciar lo efímero, a valorar el gozo compartido ya encontrar en el ruedo un reflejo de la misma vida.
Los derechos de apartado estaban en la barrera de tercera fila de sol, justo encima de la puerta de toriles. Era una época en la que las plazas eran más austeras y las familias se aglomeraban en las gradas. Los pequeños se sentaban en las rodillas de sus padres o abuelos. En ese espacio compartido, descubrirían no solo la emoción del ruedo, sino también la paciencia y la importancia de los momentos familiares.
El cuento termina con un toque de humor. Los chicos, al menor salto de los adultos durante un instante intenso, salían volando y terminaban en el callejón. Y, aunque los señores pedían que les devolvieran al "marinerito" o al "del trajecito fucsia", lo que siempre regresaba al tendido, más allá del pequeño desorden, era el amor por la fiesta.
Ian en la Feria de San Marcos
Hace unos años, mi sobrino Ian, nacido y criado en los Estados Unidos, comenzó a interesarse por la tauromaquia. Inició con referencias inexactas, como la película Ferdinand o algunas búsquedas rápidas en Google. Sin embargo, la experiencia que marcó la diferencia fue nuestra visita a la Feria de San Marcos, donde pudo vivir su primera corrida de toros.
Desde el paseíllo, quienes lo acompañábamos nos propusimos explicarle cada detalle: los movimientos en el ruedo, el ritmo de la lidia, los matices que definen la singularidad de la fiesta. Ian estaba atento a cada palabra. Lo que al principio parecía un simple espectáculo se convirtió en una inmersión cultural. Aquella tarde, la plaza no fue solo un descubrimiento; se transformó en un puente hacia sus raíces mexicanas, una nueva manera de entender el arte y reconocerse en su herencia.
En un ensayo que escribió para la escuela, Ian recuerda que su tío Toño le dijo que ya era taurino. En su emoción vi encenderse la chispa de la pasión, como lo hacía en aquellos niños del Toreo de la Condesa.
Un momento de encrucijada
A pesar de estas experiencias llenas de significado, no puedo ignorar las sombras que hoy cubren la tauromaquia en México. La tarde del domingo pasado en La México fue, en muchos sentidos, decepcionante. Los toros salieron al ruedo sin el trapío que exige la grandeza de la fiesta, y algunos de los que se vistieron de luces mostraron una falta de entrega difícil de justificar.
La fiesta necesita autenticidad: encierros de calidad, espadas comprometidos y empresarios que apuesten por devolverle su esplendor, pero que también comprendan la importancia de conectar con una sociedad cambiante. Cada toro en el ruedo y cada pase ejecutado deben ser un tributo a la pasión de quienes ocupan los tendidos.
Peor aún, la tauromaquia enfrenta no solo retos internos, como la falta de casta de algunos encierros o la apatía de ciertos espadas, sino también embates externos. Las reformas constitucionales contra el maltrato animal y los ataques de grupos animalistas nos colocan en una situación límite.
Conclusión: la defensa de un arte esencial
En cada tarde de toros se entrelazan nuestras raíces, nuestra cultura y nuestras emociones más profundas. La tauromaquia no es solo un espectáculo; es memoria, legado y compromiso. Es el lugar donde convergen las enseñanzas de quienes nos precedieron, la emoción de quienes descubren el arte por primera vez y la responsabilidad de quienes debemos preservarlo.
Más allá de sus luces y sombras, la fiesta brava sigue siendo un baluarte de nuestra identidad. Es un espacio donde el arte, la valentía y la humanidad dialogan con el presente. Que nunca nos falten el orgullo, la pasión y el compromiso para defender este legado que, en su esencia, nos define como sociedad.