El pasado jueves 31 de octubre, durante su conferencia de prensa diaria, la presidenta de la república Claudia Sheinbaum Pardo informó que, en este mes noviembre, el Congreso de la Unión habrá de votar la ley de protección animal a la que la propia presidenta se comprometió como uno de los cien puntos de su discurso del zócalo (01-10-24).
Asimismo, en mañanera anterior a la citada, la doctora Sheinbaum se había declarado contraria a toda forma de maltrato animal, aunque, interrogada directamente sobre el futuro de las corridas de toros en nuestro país, hizo dos acotaciones: 1) Que había que resolver el vacío económico en que se dejaría a las personas cuyas percepciones laborales dependen de la fiesta brava; 2) Que tenía entendido que hay países donde se efectúan corridas sin darle muerte al toro.
De lo anterior pueden desprenderse preocupantes conjeturas. Porque si la ley de protección animal prevista no necesariamente ordena la abolición de la fiesta de toros pero condiciona su continuidad a la prohibición de dar muerte a los astados, eso llevaría a su acelerada desaparición por desinterés del público –está, como antecedente, el caso Quito (2011)–, en perjuicio del derecho al trabajo de un ingente número de personas económicamente dependientes de las corridas, desde quienes laboran en el campo bravo hasta los profesionales directa o indirectamente ligados a la organización, preparación y verificación de un festejo taurino, actividades comerciales y de servicios incluidas.
Así las cosas, y siguiendo la voluntad expresa de nuestra presidenta de que el asunto se resuelva perentoriamente, pongo a la consideración del lector, taurófilo o no, las consideraciones siguientes:
La tauromaquia como institución cultural
Desde el punto de vista antropológico, cualquier sistema cultural está formado por un repertorio de prácticas, creencias y objetos identitarios entre las cuales sobresalen las tradiciones, la producción artística y, en general, las instituciones (subsistemas del sistema cultural) que le sirvan a una etnia, pueblo o nación para reafirmar su cosmogonía y sus valores éticos.
Puede probarse que la tauromaquia responde sin problemas a esta definición, pero ante la imposibilidad de hacer aquí un análisis integral del tema, y dada la emergencia a la que nos enfrentamos, únicamente me referiré, y de manera muy sintética, a la legitimidad de la corrida de toros como patrimonio cultural, como objeto sistémico que favorece al medio ambiente natural y el derecho al trabajo, y como expresión artística.
Los toros como tradición
Una tradición se identifica por la interrelación existente entre un mito fundante y el rito que lo actualiza. El relato mítico se estructura en torno a una serie de valores morales que reconoce como suyos la comunidad que creó y que abraza esa tradición –cualquiera de ellas–, mismos que se recrean en la actualización periódica de dicho mito a través de un programa ritual (rito) perfectamente organizado.
Si hablamos de la tradición taurina como pieza antigua y vital de la cultura de México, diríamos que sus valores morales están a la vista, y que para reconocerlos basta con ingresar al círculo hermenéutico correspondiente. Allí donde se evidencian: la valentía, en tanto expresión de un arrojo personal que sin embargo requiere el previo dominio de una técnica especializada; la inteligencia adaptativa que hace falta para conocer y sintonizar activamente con las características individuales del bóvido que en ese momento se enfrenta; una mística estoica, indispensable para arrostrar el riesgo de muerte que representa lidiar con un astado en plenitud de facultades y específicamente criado para atacar; lo cual además debe hacerse liberando una expresividad interpretativa y creativa capaz de convertir la pura exposición de valor y técnica en obra de arte.
El que no sea sencilla la fusión, en una tarde de toros cualquiera, de ese complejo conjunto de características intrínsecas y de virtudes humanas, simplemente confirma su validez y méritos, que solamente una mirada prejuiciosa o descuidada puede pasar por alto.
Comprometedoras interrogantes
Valdría la pena preguntarnos –y extender esta pregunta a los taurofóbicos– sobre cuántas de las así llamadas "tradiciones" que conocemos cubren estas condicionantes tan cabalmente como el toreo. La conclusión sería que no se trata de una profesión o entretenimiento que estimule el sadismo, ni de un ejercicio de tortura (consúltese el diccionario), ni de una incitación a la violencia, ni de una perversión del gusto, ni, en definitiva, de una práctica obsoleta y poco acorde con el progreso civilizatorio del siglo XXI, tan civilizado él, y tan notoriamente humanista y humanizante (?).
Porque de ser cierto todo lo que el párrafo anterior resueltamente niega, ¿cómo se explica que, en las confrontaciones callejeras y de redes sociales, la violencia la prodiguen los antitaurinos y la contención los aficionados a la fiesta brava? ¿O preguntar cuántos toreros han sido juzgados por los delitos por los abusos y violaciones en que frecuentemente incurren, por ejemplo, jugadores y exjugadores de futbol americano? ¿O cuántos escándalos, con agresiones y vandalismo desatados al estilo de las hinchadas deportivas, ocurren en las plazas de toros y sus alrededores entre aficionados a nuestra Fiesta?
Y en cuestiones de sensibilidad, simplemente véase la cantidad de artistas de todo género que a lo largo de la historia han elegido la tauromaquia como objeto de su interés, ya sea como motivo de inspiración creativa o en calidad de meros aficionados. Lo demás son patrañas, al nivel casi de aquel "estudio" cuya insólita conclusión era que el gusto por las corridas anula los sentimientos compasivos y desarrolla en sus seguidores el virus de la violencia, según informe emitido nada menos que por expertos de la muy compasiva y humanitaria ¡CIA!... y seguidos a pie juntillas por el antitaurinismo militante (de ahí su obstinación por prohibir que menores de edad asistan a las corridas).
El beneficio ecológico
La taurofobia suele nutrirse de absurdos tales como esa sentencia judicial (cuando no) que hace no mucho daba la razón a uno de los amparos interpuestos en la CDMX contra las corridas por alguna agrupación fantasma: el juez a cargo tomó como base de su decisión que la tauromaquia causa "daños evidentes a la ecología", es decir, al derecho del ciudadano a un hábitat no contaminado por la violencia. Como si las formas más demenciales e inhumanas de violencia no se hubieran incrementado en nuestro país al mismo tiempo que declinaba su apasionada afición por las corridas de toros, supuesta y nunca comprobada escuela de perversidad y fementido crisol de instintos malévolos.
Como tanta gente desinformada y obsecuente con una globalización anglosajona que busca anular las culturas locales para rendir pleitesía al mercado, el o los autores de la desafortunada resolución judicial de referencia parecieran ignorar que la crianza de toros de lidia, lejos de ser antiecológica, representa lo más opuesto a la ganadería extensiva en tantos sentidos lesiva al medio ambiente, puesto que, al contrario de ésta, el campo bravo ayuda a la conservación de ecosistemas ricos en biodiversidad (fauna y flora), donde, entre otros beneficios, los ciclos de oxigenación atmosférica se cumplen puntualmente.
Que hable la ciencia
Pero está, además, este hecho científicamente comprobado: el toro de lidia mexicano ha desarrollado y es portador de un genoma propio y exclusivo que estaría condenado a desaparecer si la corrida, su única razón de existir, llegara a suprimirse por decreto, contraviniendo, por cierto, la obligación de los gobiernos adscritos al Convenio de Viena de proteger en su territorio las especies endémicas, una de las reglas de oro de la agenda ambiental más avanzada.
Los datos completos de esta investigación, llevada a cabo por la doctora Paulina García Eusebi en su tesis doctoral por la Universidad de Barcelona (2016), lleva por título Genetic diversity of the Mexican Lidia bovine breed and its divergence from the Spanish population ("Diversidad genética del ganado de lidia mexicano y su divergencia con el de España") y fue publicado por la revista internacional especializada Journal of Animal Breeding and Genetics.
El debate que nunca se dio
El argumentario favorable a la permanencia entre nosotros de la corrida de toros podría ampliase y detallarse casi indefinidamente, pero puestos ante la disyuntiva de su posible cancelación por ley, o de disposiciones legales que la mutilaran hasta hacerla irreconocible y desprovista de su sentido original, no nos queda otro recurso que apelar a un debate de emergencia con la cúpula política y legislativa del país, elevando nuestra voz no como simple colectividad aficionada a la tauromaquia, sino como portadores de una información indispensable para la toma de cualquier decisión superior que reivindique los aspectos culturales, históricos, ecológicos y artísticos de esta tradición, la tauromaquia, que ha acompañado durante siglos a sucesivas generaciones de mexicanos que la siguieron y abrazaron apasionada, gozosa e incondicionalmente.
Datos duros
Además de la defensa conceptual de la Fiesta, habría que agregar a la evidencia científica sobre el genoma del toro de lidia mexicano información puntual del número de festejos taurinos que se celebran en el país (incluida la riquísima variante vigente en el sureste del país), del de los profesionales del toreo (matadores, novilleros, rejoneadores y subalternos), del de las ganaderías formalmente existentes con la cifra de las cabezas de ganado que pacen en sus campos (con su genoma exclusivo y la amenaza de extinción que los asecha). Y, con dedicatoria especial al aquel juez tan "ecologista", de los miles de hectáreas con que cuenta el campo bravo mexicano y sus diversas y valiosas aportaciones al medio ambiente natural, metidos ya de lleno, como estamos en tanto habitantes de este planeta, en los terribles laberintos del cambio climático.
Y entonces sí, que tras un debate bien informado, amplio, abierto, imparcial, necesario y suficiente, que los legisladores que nos representan actúen en consecuencia.