Los años 90 del siglo pasado fueron para la fiesta un muestrario de tauromaquias muy diversas y acontecimientos trascendentales. Temprano en la década llegó a su fin la hegemonía de Espartaco y el esplendor de Capea y Manzanares, las estrellas, con el malogrado Paquirri, del período 70-80.
También los héroes de las corridas duras –Ruiz Miguel, Andrés Vázquez, Dámaso González–, y los carteles banderilleros –Luis Francisco Esplá, Nimeño II, El Soro, Morenito de Maracay, Víctor Mendes… – pasaron a formar parte de un tiempo recién ido en el que lesiones graves e irreversibles alejaron de la profesión a Nimeño y Julio Robles no mucho después de la muerte de Yiyo en Colmenar Viejo (30 –08 –85). Y llegó el ocaso de Antoñete, sin que la permanencia un tanto forzada de Romero y Paula alcanzara ya la significación de antaño.
Pero si un mundo de ilusiones se apagaba, el que lo sucedió iba a garantizar el futuro de la fiesta. De la nada surgió César Rincón, un colombiano con valor a toda prueba y un sentido clásico y antoñetista del toreo. Se le emparejó fugazmente José Ortega Cano, pero fueron José Miguel Arroyo "Joselito" y Enrique Ponce quienes acompañaron a Rincón en la cima del toreo hasta que se les unió Francisco Rivera Ordóñez, hijo del extinto Paquirri y nieto de Antonio Ordóñez, para formar una terna que no tardó en ponerse de moda. A partir del recordado encuentro de los tres en Madrid (23 –05–96), la publicidad los bautizaría como los tres tenores. Y durante dos años, juntos o por separado, se constituyeron en el principal atractivo de las ferias por toda España.
El desafío tomasista
A todo esto, dos casi niños sentaban sus reales en México, ya que la ley española prohibía torear a los menores de edad. El primero fue el madrileño de José Tomás Román Martín (Galapagar, 20–08–75), sobrino nieto de Victorino, que recibió provechosas lecciones del mítico regiomontano Manolo Martínez, ya retirado, y desarrolló fructífera campaña en cosos de nuestro país. José Tomás se doctoró en la Monumental México (10–12–95) y poco después arribaba al valle del Anáhuac procedente de su Madrid, Julián López Escobar, otro niño prodigio al que México le abrió los brazos; El Juli alcanzó pronto una popularidad enorme y animó la temporada chica mexicana de una manera pocas veces vista. Y con igual o mayor fuerza irrumpió al año siguiente (1998) en cosos españoles.
Ambos estaban destinados a iluminar los carteles en el ya muy próximo siglo XXI. De los surgidos a principios de los 90, sería Enrique Ponce el que más tiempo se mantuvo en primera línea, porque a Rincón lo retiró varios años una perniciosa hepatitis, y a Joselito un toro le rompió la cadera en Nimes y jamás se recuperó del todo, mientras la estrella de Rivera Ordóñez se opacaba paulatinamente.
Leganés, al ladito de Madrid
José Tomás triunfó en Las Ventas desde la tarde misma de su confirmación, y había sacudido el escalafón a partir de la isidrada del año siguiente en que cuajó a un remiso astado de Alcurrucén para abrir la primera de sus ocho puertas grandes en la capital de España (27–05–97). Pero la conmoción causada por un toreo desbordante de autenticidad y valor, y también de pulida estética y agarroso sabor torero, puso en guardia a la primera fila, que se apresuró a cerrarle el paso, si tal cosa fuera posible. Tomás continuaba triunfando y todos los públicos querían verlo, pero las ferias principales solamente le daban cabida en fechas y carteles menores.
Fue en ésas que la empresa de Leganés, plaza muy nueva, conocida como La Cubierta, ofreció un abono de cuatro corridas, en la primera de las cuales alternarían con ocho toros –cinco de Buenavista y tres de los Hermanos Tornay–, los tres tenores… y José Tomás. A los ases de moda no pareció preocuparles mucho alternar con el triple triunfador de San Isidro en una localidad chica y en un coso sin tradición. Razones de sobra iban a tener para arrepentirse.
José Tomás desbarata al trío
Plaza colmada de público y expectación, corrida cómoda, ideal para una tarde lucida y alegre. Pero empiezan a salir los de Buenavista y Tornay –uno, dos, tres—y el triunfo no llega. Uno tras otro, los famosos tenores pasaron sin dar la nota. Con el cuarto empezó la corrida. O la borrachera de toreo. O la revolución. Una revolución ética y estética –dos sustantivos que empezaron a manejarse a partir de entonces con insistencia–. Y también técnica, porque José Tomás desgranaba una tauromaquia que no se parecía a ninguna –atributo de los artistas con carácter y sello-, pero que al mismo tiempo se asomaba a un más allá en materia de ajuste, ligazón, emotividad. Como además estoqueó con el mismo arte con que había toreado y el de Buenavista –voluntarioso, noble y como hipnotizado a esas alturas—cayó fulminado, la gente pidió frenéticamente las orejas y el rabo que no tardaron en cortarse. Y las aclamaciones no acababan nunca.
La tarde había dado un vuelco. Pero no sólo esa tarde ni solamente en Leganés. Porque los tenores –Joselito, Ponce y Rivera Ordóñez, en ese orden—acusaron el golpe, intentaron dar la réplica, pero se encontraron con que ni sus armas toreras estaban a la altura ni la gente iría a celebrarlos como de costumbre. Al octavo, mucho menos propicio que el anterior, José Tomás se empeñó en meterlo en su muleta y acabó bordándolo con la zurda. Las dos orejas agregadas sumaban cinco apéndices y garantizaban la puerta de la gloria. No la de ese día y esa plaza, sino la GLORIA con mayúsculas, la que va mucho más allá.
¿Sí o sí?
Cuando la noticia se difundió y la crónica, los medios, empezaron a ondear la bandera de una nueva revolución taurina, solamente uno de los tenores –Enrique el valenciano—hizo por contener la avalancha recurriendo al sentido común. ¿Desde cuándo Leganés ha definido el curso del toreo?, preguntó. Pero sólo dos o tres incondicionales le hicieron eco. El resto difundió con altavoces la buena nueva: el toreo está más vivo que nunca porque avanza, devela paradigmas inéditos, amplía sus horizontes. Y ese 30 de julio del 98 el testimonio lo dio José Tomás, su nuevo profeta.
Presentamos dos testimonios que tienen la fuerza de lo fresco. Uno relata la faena al cuarto toro de Buenavista (José Luis Ramón); el otro refiere la dimensión histórica de lo logrado en Leganés por el torero de Galapagar (José Carlos Arévalo).
José Luis Ramón, cronista
"La corrida estuvo dividida en dos partes (…) La primera, compuesta por tres toros en los que no pasó nada de nada. Y la segunda, integrada por los cinco últimos, que fueron los verdaderamente importantes y que comenzó tras la apoteósica faena de José Tomás al cuarto. Después (…) sus tres compañeros salieron lanzados y motivados, a intentar dar respuesta al toreo de lujo que había realizado José Tomás (aunque) ni de lejos alcanzaron las cotas de éste."
"La gran lección de José Tomás comenzó con unas verónicas de gran hondura saliéndose con el toro hasta los medios, dejándole meter la cara y acompañándole perfectamente con el pecho, la barbilla y la cintura (…) embarcó al toro, se meció con él y se enroscó mucho al animal, con hondura y desgarro (…) siguió con un quite por chicuelinas brusquito, en el que no midió bien la velocidad y el desplazamiento del toro (…) Y llegó la faena. Comenzó con unos estatuarios plantado en el centro del ruedo, quietísimo y vertical, todos ellos de un empaque fabuloso, rematados con un pase de pecho muy largo y sentido (…) José Tomás no desplaza al toro ni se lo quita de encima con más o menos estética, sino que lo engancha delante y abajo y se lo pasa, unas veces muy circular y las más en línea recta, completamente bajo su pecho. Y también las series de derechazos y naturales. Buenas las primeras, con gran temple y empaque. Y extraordinarias las últimas, por ambos lados y con los pies juntos, citando con un leve toque de la muñeca, la muleta casi escondida, y resolviendo con ritmo, temple, verticalidad, cadencia, profundidad y enorme clase. (…) El momento culminante (…) fue cuando el toro cambio bruscamente de condición, y de boyante pasó a ser un animal remiso, que escarbaba y andaba para atrás. Dos series tardó José Tomás en centrarse de nuevo con él, y cuando lo hizo, cruzándose mucho y echando la muleta muy adelante con suaves toques, llegaron los muletazos a pies juntos ya contados (…) Todo el conjunto tuvo una gran belleza plástica, una composición que aúna milagrosamente el toreo suave con el cite embraguetado, y una resolución cadenciosa y rítmica, toda mando y profundidad. Mató a este toro de una gran estocada, y al tiempo que cortaba las dos orejas y el rabo les mandaba un claro mensaje a sus compañeros de corrida, que lo captaron rapidísimamente (…)
Joselito recibió al quinto con una larga cambiada de rodillas y luego realizó una faena larga y buena, que iba siendo mejor a medida que avanzaba. Ponce salió lanzado en el sexto, y ante un toro bastante molesto llegó a templarse en muchos momentos de una faena aceptable, aunque se le notó excesivamente tenso. Lo mismo que Rivera Ordóñez en el séptimo, toro con un buen lado derecho al que toreó con mando y longitud pero visiblemente crispado. Del contraste entre la armonía de José Tomás y la crispación de Rivera no salió nada bien librado este último.
José Tomás remató su obra en el octavo, un sobrero de Buenavista al que toreó con la mano izquierda con muchísimo temple (…) En el preciso momento en que remataba esta última faena (…) se sabía vencedor absoluto de este festejo que reunía por primera vez en el mismo cartel a los cuatro toreros que mandan, y que el público había tomado sin duda como una competición. El público y quizá los toreros, aunque si les preguntáramos, éstos seguramente dirían que no." (Ramón, José Luis. 6 Toros 6. 4 de agosto de 1998)
Arévalo: dimensión histórica de JT
"Si la tauromaquia fuese una artesanía siempre sería igual, bella pero repetitiva como el oficio de los orfebres. Pero como es un arte se mueve y cambia, se expresa de una manera personal que exige de cada torero su propia interpretación (…) En ese sentido, la tarde de José Tomás en Leganés fue un verdadero recital de la nueva tauromaquia. Había un sitio manoletista que se transformaba, en su ligazón, en sitio ojedista. Había un total dominio de las alturas, se vieron toques de El Viti y Camino, el toreo cruzado, abelmontado, y el toreo natural, amanoletado (…) hondura ordeñista y claridad antoñetista. Todo eso fue el sustrato, el andamiaje de su soñada faena al cuarto de la tarde, tan perfecta, tan inspirada que tuvo el halo de lo irreal (…)
Lograr la síntesis de todos esos hallazgos le ha costado a José Tomás muchas cornadas y que lo tildaran de torpe. Pero hoy le permiten desarrollar un toreo esplendoroso a un gran número de toros con la hondura y la perfección que sólo toleraban los toros muy nobles (…) Termina el siglo y he aquí que la fortuna nos depara un torero que lo resume y a la par anuncia el toreo del porvenir". (Arévalo, José Carlos. 6 Toros 6. íbid)
El resto es leyenda
Con todas esas cartas sobre la mesa, José Tomás iba a seguir creciendo hasta los límites que él mismo se fijó, con un criterio minimalista bastante discutible que sin embargo no impide que, a estas alturas del siglo XXI, sigan siendo su nombre y su huella objetos de un reconocimiento incontestable y un culto reverencial.