La fiesta de los toros es una tragedia. Tópico. Hemingway, que no lo sabía, descubrió que era cierto, cuando a los 23 años vio en Madrid, con ojos asombrados la primera corrida de su vida y salió a contarlo en inglés, con una crónica (histórica) que tituló así. Pero ya lo habían explicado hace milenios los griegos que lo explicaron todo.
Sin embargo, como si se quisiera olvidar, se la llama solo Fiesta. Nada más, a secas. Totalizando el empaque lúdico sobre la fatalidad que conlleva, con un lapidario: "aquí vinimos a divertirnos", paran los orgiásticos a los huraños integristas.
Nietzche ahondó en esa contradicción humana con "El nacimiento de la tragedia…", sin aludir la tauromaquia. Claro, él era alemán y mientras pergeñaba esas cosas en Basilea, no tenía como enterarse de qué al tiempo, Lagartijo, Frascuelo, El Gordito y otros andaban dilucidando a muerte el mismo problema por los ruedos de España.
Problema que hoy, en la era de la imagen, parece resuelto ya. Lo esencial es el show. Esa es la onda, desde el callejón de los taurinos, hasta el palco de Usía, pasando por los tendidos que sostienen la industria. Recreación o nada. Pero no, están equivocados, no se eso lo que congrega. Ni lo que vende, no lo que combaten los antitaurinos. Es la verdad que va por dentro. Bajó el oropel. Cuando la suerte, la faena, la corrida la develan, cala de inmediato en el espectador, instintivamente. Es que no hay rito igual. Tan biológico. Por eso vuelven…, y pagan.
Si solo fuera por la forma, el colorido, la pose, la majeza, el aspaviento, se irían mejor al teatro, al estadio o al cine con sus delirantes "efectos especiales". Pero no, lo que hace fieles, es esa conjunción real de lo bello y lo terrible. Y como en la vida, sucede a cada trance, hasta el inexorable trance supremo.
Hay toreros que naturalmente invocan ese misterio existencial. Y lo infunden con o sin apologistas, exégetas ni asesores artísticos. Lo traen, nacieron así. Desnudos de frivolidad, cargan consigo el aire de lo trágico. Como los santos que ponen un halo de pena en cada milagro.
Muchos mueren ignorados, otros incomprendidos, los menos, consagrados y convertidos en iconos. Sus estampas amarillean en tascas, museos, libros... Aún los hay, que siguen impartiendo esa triste alegría. Paco Ureña es uno, creo.