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La faena de Rafael Rodríguez a "Poeta"

Lunes, 01 May 2023    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | La Jornada de Oriente   
Un toro bien lidiado, bajo la mirada atenta y las órdenes estrictas...
Rafael Rodríguez fue, de los Tres Mosqueteros famosos del año 48, el de más interesante evolución. Aunque capitalino de nacimiento se le tuvo siempre por aguascalentense ya que fue en la plaza de "San Marcos" donde pegó los primeros aldabonazos al portón de la fama, en una época en que las portadas de los deportivos las encabezaban muchos lunes titulares y fotos sobre triunfos apoteósicos en algún ruedo del país, no forzosamente El Toreo o la Plaza México, cuyos tendidos, en temporada chica, podían verse ocupados por 40 o 50 mil pagantes al reclamo del novillero de moda. Que en el verano de 1948 no era uno sino tres: Rafael Rodríguez, Manuel Capetillo y Jesús Córdoba, con el agregado de un Paco Ortiz comparado con el indispensable D Artagnan de la novela de Dumas padre. Paco fue el único que no tomó la alternativa antes de que finalizara ese año.

El Volcán de Aguascalientes

Rafael Rodríguez Domínguez (DF, 17 –08 –26-16 –10 –93) era, de todos ellos, el llenaplazas infalible. Se presentó tarde en la temporada, el 5 de septiembre, al rebufo de sus éxitos en Aguascalientes y San Luis Potosí, de modo que aunque un aguacero retrasó el comienzo del festejo –Valdemaro Ávila y Capetillo eran sus alternantes, novillos de Pastejé—, le cortó el rabo a su primero y una oreja al sexto. Y dos rabos en su segunda tarde de las reses tlaxcaltecas que estoqueó, de Zotoluca y Zacatepec. Y otro más, por una faena superior a las anteriores, en el festejo del 5 de octubre, de homenaje al equipo ecuestre mexicano que acababa de ganar medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Londres. De hecho, Rafael es el espada con mayor número de rabos cortados en la historia de la monumental México: cinco de novillero y seis de matador. Ni Manolo Martínez, que contando los rabos de sus toritos de regalo solamente llega a diez.

Pero si Rafael electrizaba a los públicos –casi de inmediato, la publicidad le impuso el mote de "Volcán de Aguascalientes" –, la crítica se dividió al juzgarlo. Y los puristas se le fueron a la yugular: que si lo suyo era encimismo, no toreo; que si los jueces le regalaban apéndices para congraciarse con el villamelonaje indocto; que si tarde a tarde terminaba con el traje más ensangrentado que mandil de matancero... Años después, ante la evidencia de que el gladiador grotesco que describían se había convertido de pronto en lidiador magistral, hablaron de la influencia y padrinazgo del maestro Fermín Espinosa "Armillita". Y cuando le vieron conducir con sentimiento, cadencia y temple las embestidas, los antirrafaelistas de plano prefirieron mirar para otro lado. Aunque los más honestos se rindieron a la evidencia.

Privilegio y confesión

En 1992, con muchos años alejado de los ruedos y cercano ya el día de su muerte física, que nadie habría imaginado teniendo delante al hombre sano de cuerpo y espíritu de aquel momento, la vida me obsequió el privilegio de una larga conversación con Rafael Rodríguez. Lo acompañaba Pascual Navarro "Pascualet", su antiguo peón de confianza y amigo de toda la vida, y en esa charla Rafael me aclaró, con voz nada estridente, rezumante de sencillez y sinceridad, que desde sus inicios entendió que para ser buen torero había que estudiar muy detenidamente lo que hace el toro desde su aparición en la arena, confesión bastante peculiar dados los rasgos de temerario torpemente inconsciente que le atribuyó la fama. 

Me explicaba –en una mesa del Royalty, el hotel donde se hospedaba cada vez que toreó en Puebla—que su obsesión, desde muy temprano, fue conocer a detalle, mediante la observación, la condición de cada astado para saber cómo debía torearse, que es, a su juicio, la única fórmula que existe para apaciguar el miedo; también que, lejos de ser el suicida que muchos creyeron ver en él en sus comienzos, todo lo que desde entonces les hacía a los novillos fue premeditado, y que si llegó a perderles el respeto incluso a morlacos enormes, en México y en España, fue precisamente por esa seguridad que nace de combinar análisis, técnica e inteligencia.

No sólo me pareció creíble su exposición, sino que me permitió resolver un serio problema de aficionado al que me enfrenté cuantas veces lo vi torear en su última época, siempre con una serenidad, un temple y un dominio que desmentían la impronta de temeridad y entrega ciegas que lecturas y comentarios diversos me habían transmitido.

Rafaelistas versus caleseristas

Aguascalientes fue siempre una ciudad muy taurina, con su centenario coso "San Marcos" aledaño casi a la plaza mayor y su feria sanmarqueña de abril convertida en un hervidero de expectativas y disputas que ponían la plaza y sus cercanías en ebullición los días de corrida, tres o cuatro solamente, nada que ver con las programaciones por docena de la Monumental actual.

En los años del cuarenta y el cincuenta del siglo pasado los hidrocálidos estaban divididos en dos bandos irreconciliables: caleseristas y rafaelistas: arte eximio contra valentía espartana, así era como se les veía y esperaba. El empresario solía ser "Chito" Ramírez, hermano del Calesero –y posteriormente "El Cabezón" González –, y por lo general programaban su serie abrileña con puros espadas mexicanos, porque la temporada española ya estaba en marcha. Claro que Aguascalientes vio desfilar por sus plazas a casi todas las figuras hispanas que visitaban México, pero esto ocurría en corridas sueltas, organizadas al margen de la feria durante los meses de otoño-invierno.

En el centro de la ciudad, los señores iban a que les lustraran el calzado y aprovechaban para discutir de toros en la "Bolería Calesero". Y cuando Rafael Rodríguez toreaba, muchas abuelas y madres de familia que tal vez ni conocían por dentro la plaza "San Marcos" encendían veladoras y elevaban plegarias para que a su Rafaelillo lo respetaran los toros y el éxito le sonriera.

25 de abril de 1959

Fresca aún su memorable retahíla de triunfos en El Toreo de Cuatro Caminos, Calesero y Luis Procuna se encontraban en lo alto del candelero; Rafael Rodríguez, con poca presencia en la capital por aquellos años, seguía siendo en Aguascalientes primerísima figura. Ellos, con toros de San Mateo, formaron el cartel estrella de la feria, reservado como siempre para el mero día de San Marcos. A San Mateo, ahora en manos de Toño Llaguno García, le pasaba un poco lo que a Rodríguez: su glorioso pasado le daba tanto crédito que ni falta le hacía renovar constantemente sus bonos en la capital del país. Naturalmente la placita de San Marcos estaba a reventar desde temprano; eran tiempos en que se comía apresuradamente en cuanto terminaba la misa de doce, sin perdonar el chato de manzanilla.

Tarde de locura

De dulce salieron los sanmateínos, un encierro terciado, muy fino e igualado de tipo. Alfonso Ramírez y Luis Procuna, puestísimos, lanzados, se fueron por delante desorejando a los dos primeros –dos apéndices Alfonso y uno con petición de algo más Luisillo –. Si el Poeta del Toreo derramó arte y garbo ante el abreplaza, el berrendo de San Juan hizo alarde de pinturería con el suyo. La gente, encantada, esperaba con especial interés la salida del tercero de la tarde, "Poeta" de nombre. Rafael Rodríguez  tenía ante sí una papeleta difícil, pero de su casta torera ni quien dudara.

"Poeta" hizo salida de bravo, remató abajo en el primer burladero, fue corrido a una mano por Pascualet y se encontró con el capote del Volcán en el tercio, a la derecha del burladero de matadores. Nunca fue Rodríguez un gran veroniqueador, pero sus lances podían ser emotivos de tan quietos. Esta vez se hizo aplaudir discretamente en los de recibo y terminó bregando, interesado más que en el lucimiento inmediato en catar y prolongar la humillada embestida. Dos veces fue a los caballos el de San Mateo, Rafael quitó por chicuelinas, más apretadas pero menos finas y rítmicas que el lance original de Chicuelo --la chicuelina antigua—dibujado en su turno por El Calesero.

Fue "Poeta" un toro bien lidiado, bajo la mirada atenta y las órdenes estrictas del matador en turno. Y llegó ideal al tercio de muerte. Sabido es que un toro de gran clase representa por ese solo hecho un reto formidable para quien vaya a estoquearlo. No solo está obligado a aprovechar su boyantía sino incluso a taparla y superarla con toreo del caro, empresa más que complicada para diestros sin la decisión y el sitio precisos, sobre todo si se distinguen más por un valor en estado crudo que por su calidad y pureza de trazo.

Que fueron, justamente, las características del faenón que acabó por forjar con "Poeta" Rafael Rodríguez, bajo la jubilosa entrega de sus paisanos y como reivindicación definitiva de su condición de artista magistral: viril, nada empalagoso de formas pero capaz como pocos de hacer y sentir el toreo. Su secreto más visible era un temple cadencioso, de pases ligados sin pérdida de terreno con elegante verticalidad. El otro, el oculto, estaba encerrado en eso que me explicó aquella tarde de 1992: saber ver al toro, plantearse la faena indicada y llevarla a cabo con pasos bien contados, economía de terrenos, mano sabia y mente despierta. Y como siempre utilizó el estoque de verdad, nunca el simulado, en cuanto el toro juntaba las manos ya estaban las mulillas en el ruedo y nevado de pañuelos el graderío. 

Todo este ritual, el propio de las grandes faenas, se cumplió cabalmente aquella tarde sanmarqueña en Aguascalientes. Pero hubo algo más. Porque ese día, Rafael Rodríguez toreó como un iluminado. Así lo consignaría su ilustre biógrafo local, el doctor Alfonso Pérez Romo, para quien Rafael “acarició la belleza en la faena que bordó al toro "Poeta" de San Mateo el 25 de abril de 1959, alternando con Luis Procuna y Alfonso Ramírez "Calesero" en la plaza de San Marcos (…) confirmando la plenitud tanto de su dominio perfecto de la técnica como su depurado estilo para la creación de formas bellas” (Pérez Romo, Alfonso. Rafael Rodríguez. El sentido profundo del toreo. Edit. Universidad Autónoma de Aguascalientes. 2014. p 69)

Las orejas y el rabo estaban cantadas. Para los restos de "Poeta" hubo una lenta, ovacionada vuelta al ruedo. Fue el momento culminante de la feria del 59 –aunque el Calesa pasearía luego la oreja del cuarto de la tarde—y sobrevive en el recuerdo como uno de los sucesos cimeros en la larga historia de la feria más rumbosa y tradicional de México.


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