Todo mano a mano debería ser la culminación natural de una rivalidad sazonada a fuego lento y demandada por la anhelante afición como resultado de una sucesión de episodios apasionantes con dos claros protagonistas en pugna. Que no es así siempre lo sabemos de sobra. También que la pareja de figuras mexicanas que mejor supo representar y mantener tal situación fue la conformada por Fermín Espinosa "Armillita" y Lorenzo Garza, los dos ases mayores de la llamada época de oro de la tauromaquia nacional.
Las estadísticas dan cuenta de 33 enfrentamientos directos entre ambos. Solamente en la capital –es decir, en El Toreo de la Condesa—Fermín y Lorenzo se vieron las caras en una docena de ocasiones sin terceros de por medio. Un caso sin paralelo en la historia de la fiesta, pues ni siquiera Joselito y Belmonte llegaron a tanto: si uno contabiliza sus manos a mano en Madrid y Sevilla juntas, la suma para los dos emblemáticos cosos da nueve.
Principio a todo tren
Nadie sospechaba, al empezar la temporada grande de 1934-35, que el final de la misma llegaría con Armillita y Garza discutiendo la supremacía a cara de perro. Ya era Fermín una figura consagrada en México y España, en tanto Lorenzo aparecía como una de las novedades de ese invierno, impulsado por el eco de sus triunfos en Madrid al lado de Luis Castro "El Soldado" que lo condujeron a una alternativa de lujo en Aranjuez (05–09–34), la última que Juan Belmonte concedió en su larga y fructífera trayectoria.
La de aquel invierno era la segunda campaña capitalina administrada por al dupla Dominguín–Margeli, valedores de Domingo Ortega, visto por la gente bajo el prisma de la incómoda duplicidad de torero-empresario. Entre la seca monotonía del maestro de Borox y el boicot de la empresa a Alberto Balderas, el estado de ánimo de la afición se fue soliviantando más y más, de modo que cuando Balderas retó a Ortega a contender en la arena sin obtener una respuesta clara, el anuncio de una corrida extraordinaria con Alberto como base de cartel –la fecha que El Chato Benjamín Padilla se reservó al subarrendar el coso al dúo hispano—provocó un alboroto tal que El Toreo estaba a reventar horas antes del inicio de ese festejo cuyo reclamo principal era Balderas y donde la presencia de Garza, mano a mano, parecía una manera de no estorbar la atención general hacia el ídolo que reaparecía.
Lorenzo, con un par de grises presentaciones ese invierno, tenía toda la apariencia del secundario sin aspiraciones ni relieve… hasta que salió "Madroño", primero de la tarde, y envió a Balderas a la enfermería con una cornada grave nada más abrirse de capa.
Y entonces, lo que pintaba para día perdido, Lorenzo Garza Arrambide y los toros de San Mateo lo convirtieron en una de las efemérides mayores en los anales de la fiesta brava mexicana. Su apoteosis del 3 de febrero de 1935 catapultó al de Monterrey a planos estelares, muy por encima del resto de los coletudos en liza y a la par con la principal figura de la temporada y del orbe entero, que no era otro que Fermín Espinosa "Armillita Chico", que llevaba una seguidilla de triunfos y acostumbraba sublimarse en sus confrontaciones con Ortega –Dominguín padre los apoderaba a ambos– en total, en ocho corridas, Armillita había cortado once orejas y cinco rabos.
Pero Garza, luego de su hazaña en solitario del 3 de febrero, derrotó al elenco completo en la corrida por la Oreja de Oro, que por supuesto se llevó a casa, y estaba ya muy cerca de Fermín en la preferencia de los aficionados, expresada en una votación patrocinada por una empresa cervecera. Se imponía la necesidad de dirimir quién de los dos era el verdadero triunfador de tan apasionante campaña.
De modo que, sintiéndolo mucho por don Domingo Ortega, categóricamente vencido por Armilla en tres enfrentamientos directos, la empresa decidió anunciar, como cierre de su temporada, el mano a mano entre el saltillense y el regiomontano.
Oreja a Fermín; rabo a Lorenzo
La corrida se anunció para el domingo 3 de marzo de 1935 con toros de Piedras Negras. Si bien los armillistas constituían a esas alturas un partido sólidamente establecido, ser garcista estaba de moda y el arrollador cierre de campaña de Lorenzo se correspondía con el fervor de sus exaltados seguidores, de modo que unos y otros contribuyeron al llenazo que agotó las localidades de El Toreo y puso en marcha uno de los capítulos más brillantes de la tauromaquia en México.
En medio de tal ebullición, Piedras Negras parecía el hierro indicado para dirimir superioridades dada la proverbial seriedad y casta brava de sus toros. Los dos Colosos del Norte, como ya empezaba a llamárseles, aceptaron el reto y a asumirlo a fondo se dispusieron. Luego de partir plaza, Fermín recibió en el tercio el trofeo prometido por la Cervecería Modelo al triunfador de la temporada de acuerdo con la votación popular que promovió, certificado todo ante notario público. A Garza le impusieron allí mismo la medalla al segundo lugar, resultado del conteo de etiquetas con su nombre en el reverso.
Y cuando apareció el primer piedreño, con la expectación a tope, Fermín se llegó hasta él, lo metió en su capote sabio y no soltó ya el hilo ni perdió el hilván hasta despacharlo de certera estocada. Había protagonizado una lidia redonda –ceñidos lances, inspirados quites por faroles y gaoneras, gran segundo tercio, faena limpia, medida y adornada, volapié neto—y la oreja otorgada por el palco les pareció poca cosa a los aficionados. Pero Rosendo Béjar se mantuvo inflexible y el de Saltillo recorrió el anillo con el apéndice de "Negro" en la mano. Luego se encontró con que los otros dos de su lote, sosos y reservones, aconsejaban expeditiva brevedad, y breve y toreramente se deshizo de ellos. Fue despedido con una larga ovación.
Lorenzo, que estaba en plan de comerse a los toros, derrochó valentía dentro de un estilo que, de momento, la crítica dio en denominar como "de parón" –llamaba la atención su aguante desusado, no demasiado preocupado por la ligazón y el temple de los que en el futuro sería el de Monterrey eximio representante–; y así, parando como nadie pero también toreando mucho y bien, con el sello personal y la clase mayúscula que lo distinguieran, terminó por llevarse el rabo de "Regio", sexto de la tarde, como antesala de la salida en hombros de una verdadera multitud, feliz de celebrar el último triunfo del nuevo ídolo en la temporada de su consagración como una de las figuras más apasionantes que ha dado este país.
Larga pugna les aguardaba
A partir de ese día, la división de la afición mexicana en dos bandos claramente definidos –armillistas y garcistas, con la combativa porra balderista en distinto plano— daría un realce formidable a lo que posteriormente se denominó época de oro de la tauromaquia nacional.
Un parteaguas decisivo fue la temporada que siguió al boicot de 1936, en virtud del cual quedó interrumpido durante ocho años el intercambio taurino México-España. Lejos de perjudicar a la fiesta la ausencia de figuras hispanas, la pugna entre ases mexicanos de calidad excepcional y personalidades claramente diferenciadas constituyó un revulsivo que redoblaría la afición en todo el país, sobre un eje de explosiva casta y bravura, aportada por los saltillos de San Mateo y Torrecilla o Piedras Negras y La Laguna –misma sangre, distintos criterios ganaderos para la selección y cruces–, los parladés de La Punta y Matancillas, los murubes de Rancho Seco y Pastejé, y la rica variedad de encastes procedentes del campo bravo de Tlaxcala, Zacatecas y San Luis Potosí, el fértil bajío y el centro de la república.
Que entraron en feliz conjunción con el señorío y el temple de Chucho Solórzano, la clase y reciedumbre de Luis Castro "El Soldado", la finura e inventiva de Pepe Ortiz, la hondura y sentimiento desquiciantes de Silverio, la casta y el dominio de Arruza, el carisma sin par de Luis Procuna… Y, por encima de todo, las pasiones y las pulsiones desatadas por el arte, la enjundia y el sello incomparable de Armillita y Lorenzo Garza, la pareja cumbre que doce veces se vio las caras en El Toreo por aquellos años: su último enfrentamiento fue el 17 de enero de 1943, y el balance estadístico favorece a Fermín a razón de 16 orejas, 8 rabos y una pata contra siete auriculares cobrados por Lorenzo más el rabo de "Regio" en el referido primer mano a mano entre ambos.
Tiempo habrá para referir la ruptura de 1940 que partió en dos bandos al toreo nacional y cuya causa estuvo, precisamente, en la exacerbación desmedida de la competencia entre los dos colosos del norte y las distintas casas ganaderas que respaldaban a cada cual.