¿Qué tiene la tauromaquia francesa que consiguió librar con relativa facilidad el furor abolicionista, tan presenta allá como en todos los países taurinos del mundo? De entrada, una tradición sólida. Que vale lo mismo para el toreo que para la democracia, para el orden que para la Fiesta.
La espantada del grupo encabezado por el diputado izquierdista Aymeric Caron en la sesión de la Asamblea Nacional del pasado jueves 24 lo confirma. Por eso, la arremetida inicial del representante del partido de izquierda La Francia Insumisa (LFI) quedó en nada, bastó que sus colegas se miraron unos a otros, que se aclarara que las enmiendas a la Constitución de la Quinta República requeridas para dar alguna viabilidad a la propuesta abolicicionista podrían ser del orden de 800, para que el asunto dejara de tomarse en serio y monsieur Caron se viera precisado a retirar su moción, no sin amenazar con retomarla en ocasión más propicia.
La narrativa de una tauromaquia debatiéndose entre la vida y la muerte lo mismo en México que en Colombia, reducida a casi nada en Venezuela y Ecuador, y combatida en España y en todos lados desde las trincheras del progresismo (real o ficticio), es una pesadilla de la que podríamos no despertar, aunque sólo a condición de hacernos adictos a la droga suministrada por los antis, cuyos principios activos son por lo menos cuatro:
1) La visión del toro de lidia como una especie de mascota artificialmente embravecida; 2) La corrida como un caso de tortura aplicada a seres con derechos; 3) El disfrute de la violencia como un virus que aviva el sadismo al quedar irreversiblemente inoculado en la mente de taurinos y taurófilos; 4) La incompatibilidad de semejante esperpento (la corrida de toros) con una civilización en armonía con la naturaleza y con cada una de las especies e individuos vivos y sentientes que pueblan la Tierra.
Como se trata de alimentar una serie de calumnias lindantes con la "infamia", recurro al diccionario de la Real Academia (RAE) para recordar cómo define este vocablo: "Descrédito, deshonra", con acepción extendida de "Maldad o vileza en cualquier línea". No son demasiado explícitos los señores académicos pero, en cualquier caso, la palabra "infamia" remite a situaciones en que el recurso a la mentira redunda en perjuicio y deshonra de alguien o de algo. Y ante esa calumniosa vileza, estamos.
El primer supuesto mentiroso de la rampante taurofobia consiste en atribuir al toro de lidia una condición ajena a su naturaleza. La falsedad en que incurren es tan sencilla de desmontar como invitar a cualquiera de nuestros gratuitos detractores a que salga al paso de cualquier ejemplar de la subespecie toro de lidia e intente darle el mismo trato que a su mascota doméstica. Allá él si se atreve a hacerlo.
El segundo cargo que se nos hace –al torero por acción y al aficionado por delegación– tampoco toma en cuenta los requisitos implicados en el verbo "torturar", que consiste en infligir un sufrimiento intencional, ya sea para obtener alguna información oculta –en el caso de la tortura policíaca–, ya por complacencia sádica desde posiciones de un claro control físico o psicológico sobre la víctima.
De más está decir que en ambos casos el o los victimarios son individuos psicóticas, ya sea por patología personal, ya por estados de conciencia artificial o socialmente alterados. En cuanto a los derechos adquiridos por los animales por extensión, quien lo postula pasa por alto que todo derecho conlleva una obligación, categoría imposible de aplicar a seres irracionales. Con lo que la segunda infamia taurofóbica queda al desnudo.
El tercer supuesto, eso de que quien asiste asiduamente a la corrida está atentando contra su capacidad de compasión y convirtiéndose por este solo hecho en un sujeto insensible al dolor ajeno y proclive a la violencia, es una hipótesis vacía que refleja una visión acientífica y ahistórica de la realidad. Una idea sin asideros, cuyo interés por indagar en profundidad la naturaleza del fenómeno taurino es nulo, quizás para evitar ser confrontados, refutados y desarmados por un estudio riguroso y válido.
Seguramente habrá, entre la masa de quienes asisten a las plazas de toros, algunas mentes enfermas y proclives a la deshumanización, pero no serán más, en proporción, que entre los presentes en espectáculos deportivos o artísticos, o inclusive en ceremonias religiosas.
La cuarta premisa de la salmodia antitaurina no es menos endeble que las tres anteriores. Parecieran impulsarla sentimientos nobles –el respeto irrestricto a la vida, la armonía con la madre naturaleza–, y podría esgrimir el recurso a la utopía, es decir, a un orden razonablemente deseable que tienda a superar el caos social que nos abruma. Pero pasa por alto que lo utópico, para ser útil, tiene que ser viable, si no en este momento dentro de un horizonte razonable.
Y es el caso que el ataque a la tauromaquia desde esta perspectiva simplemente ignora –intencionalmente o por un planteamiento defectuoso– que la armonía natural demanda un balance de pérdidas y ganancias que ellos no toman en cuenta. Que el mundo natural, para mantener los equilibrios ecológicos, está sujeto a depredación y desgaste continuos, y que el matador es el depredador necesario para mantener la subespecie toro de lidia sobre la faz de la Tierra. Donde, por cierto, disfruta de una libertad y unos cuidados inaccesibles a cualquier otro tipo de animal, empezando por las mascotas tan "amadas" por los antis.
¿Bastaría con dar suficiente claridad y eco a estas razones para desmontar la mentirosa ofuscación taurofóbica? Sí y no. Las encuestas reflejan un rechazo de la tauromaquia por parte del 74 por ciento de los franceses, no muy diferente al de cualquier otro país taurino. Es el precio a pagar por la copiosa propaganda en contra, el consabido boicot mediático y la débil presencia de la cultura taurina en la escena pública.
La clave está precisamente ahí. Para desmontar la equivocada narrativa de los antis –animalistas sinceros o embusteros profesionales– hará falta tomarnos muy en serio la preocupante normalización de los cargos calumniosamente aplicados a la tauromaquia, porque está ahí la piedra angular de la creciente animosidad general en nuestra contra. No basta con tener razón, hay que saber demostrarlo. Y en eso hemos fallado todos: toreros, taurinos y taurófilos. No basta con querer, primero hay que saber. Y encontrar los espacios idóneos para exponerlo.
Saber, sí, lo mucho que vale la cultura taurina. Para poder exponerlo con absoluta convicción y con la mayor precisión y claridad posibles allí donde surja un ataque apoyado en las cuatro espurias hipótesis contrarias. Sin esta base difícilmente podremos superar el desafío más importante que ha enfrentado la corrida de toros en cerca de tres siglos de historia.
Que hay salidas lo demuestra esa lucha por sobrevivir que la Francia taurina encaró exitosamente utilizando una pedagogía sin fisuras, haciendo piña las autoridades de todas las ciudades taurinas del país galo (la famosa Unión de Ciudades Taurinas de Francia: UVTF), potenciadas por un Observatorio Nacional de Culturas Taurinas (ONCT) que, ojo, entre otras cosas tiene la misión de cerciorarse de que el reglamento se cumpla en todas sus partes en cuanto festejo taurino tenga lugar en territorio francés.
El producto fue una documentadísima defensa de la Fiesta (texto titulado "Veinte razones para no prohibir las corridas de toros", y su introducción en la Asamblea Nacional, donde la representación política del sur taurino y rural de Francia hizo su parte exponiendo los centenares de enmiendas y correcciones a la Constitución que serían necesarias para que la pretensión de prohibir las corridas cobrara realidad.
¿Estaríamos dispuestos nosotros a hacer lo mismo? ¿Tendríamos, al menos, el coraje que ha mostrado la Colombia taurina para defender lo suyo? Parece una simple pregunta, pero es un caso de lesa supervivencia para la tauromaquia mexicana, con todo lo que supone como patrimonio cultural, sociológico, ético y estético. Que es como debiera empezar por contemplarse.