En esta era del todo es desechable, la gloria también. Incluso la torera, de la cual Antonio Caballero decía era la más gloriosa. Cuánto "jugarse la vida", cuánta "faena del siglo", cuánto "héroe” a hombros, cuánto toro de bandera", cuánto encierro "histórico"… ¿Cuánto dura el recuerdo?
Si solo han pasado nueve días y ya se difumina el de "Cotorrito", por ejemplo. Bueno, comenzamos a olvidarlo desde que don Matías González, presidente de la plaza de Bilbao, le negó el indulto, que nadie pidió, y la vuelta al ruedo a su arrastre, que pidieron los pocos qué asistieron, refundiendo su memoria entre la montonera de los que sin tales distinciones han pasado por allí, este y todos los años anteriores.
Olvidándolo, cómo todas esas cosas que compramos, usamos un momento y botamos al basurero. Basurero que ya no cabe en este mundo consumista, o mejor, en el que convertimos al mundo. Y comenzamos a olvidarlo pese a los ditirambos de la prensa y a los buenos deseos de perennidad con que los jurados le otorgaron, sus trofeos al "toro más bravo" de la feria.
Seis años, astifino, colorado, 529 kilos, número 36 y el hierro de Santiago Domecq. Le salió tercero aquella tarde al debutante Leo Valadez.
Pronto y codicioso a los capotes de saludo y quites, a los dos puyazos de "Puchano", a las banderillas de Vivas y Herrera. Salió de los dos primeros tercios con su furor íntegro, alta nota y clamor popular. Fijo y sin desmayo atacó abajo, a diestra y siniestra la muleta, en lidia larga y leal que pudo rozar el medio centenar de arremetidas.
Cuando la estocada en la cruz le derribó, las peticiones de segunda oreja y vuelta para el arrastre fracasaron, y la ovación de consuelo se apagó pronto, pues ahí venía el torero por la suya.
Pero todo esto es ya noticia vieja, para un tiempo en el que según el "Tuerto López", poeta impío, se vive como las cosas en los escaparates… a la espera del desecho propio.