La temporada taurina española avanza a un ritmo sostenido, con el fantasma de la pandemia cada vez más lejos de lo cotidiano, y la gente está ávida de jolgorio, de celebración, de volver a esa normalidad que hasta ahora se está valorando, y que tantas reflexiones ha dejado para el futuro.
Porque a la par de las desgracias, la ruina económica o la incertidumbre vividas meses atrás, las cosas vuelven a su cauce natural y también el toreo, no obstante que la fiesta de los toros se ve amenazada en distintas latitudes con una ferocidad implacable, así como una intolerancia preocupante que está más cerca de la deshumanización del hombre y encamina sus decididos pasos hacia la perversa humanización de los animales.
Pero la tauromaquia pervive por sus valores, y sigue siendo ese referente deliberadamente anacrónico que hoy parece enarbolar una curiosa bandera: una manifestación contracultural donde la muerte viene a recordarnos la fragilidad de la vida, en una actividad de carácter humanista que cabalga en contra de la hipocresía de lo "políticamente correcto".
Por eso, ser torero es algo absolutamente ilógico en un mundo dominado por la uniformidad de pensamiento, ahí donde la tauromaquia no parece encajar y a pesar de ello subsiste como un ente catalizador del ritual provocado por el instinto salvaje de un animal -el toro-, que sigue siendo el gran generador de miedos y pasiones.
Pero el toro, no el novillo. El toro que impone respeto; el que sólo permite a los toreros que lo son ponerse delante; el que mantiene el ojo del espectador atento durante toda la lidia, sin distracciones de ninguna índole. El toro, siempre el toro, que viene a dar la medida de todo cuanto acontece en la escenificación de una corrida.
De ahí la importancia de preservar esos valores y ofrecer un espectáculo de calidad, enfocado a otorgar relevancia a una esencia que está cargada de una crudeza idéntica a la de la vida, que a diario refleja, de distintas maneras, y con señales directas, lo que supone nacer para morir, que es nuestra única certeza.
Y así como el toro no sabe qué día escuchará el sonido del clarín y verá abrirse una puerta al final de un pasillo, allá donde la luz del sol y la algarabía del público esperan su llegada, de la misma manera el ser humano no conoce –y muchas veces sólo puede intuir– lo que pasará con el paso del tiempo.
De eso está hecho el misterio del toreo, añejado a través de la furia del toro; del ímpetu combativo de un animal que representa esa fuerza bruta de la naturaleza, que va aparejada con el sentimiento de quien se atreve a enfrentarlo, y de todos aquellos que se ven identificados con ese ser subversivo que desafía a la muerte vestido de luces, y ofrenda la vida en aras de encauzar una vocación que le hierve en el alma.
Pero el toro, no lo olvidemos nunca. Sin toro no hay verdad, sólo fiesta, así, escrito en minúsculas... y sin grandeza.