Hace exactamente 30 años, el 16 de junio de 1991, debutaba en la Plaza México un torero anunciado simplemente como
"El Conde", con ese halo de misterio que pretendía dar un golpe de impacto alrededor de un novillero que se había curtido desde abajo, y que aquella tarde llegó a la puerta de cuadrillas vestido de verde y oro para hablar delante del micrófono de
Heriberto Murrieta, según da fe la foto captada por otro
Alfredo, el talentoso y educado
Flórez.
"Alfredo Becerra", decían que se llamaba luego de que su presencia en aquel cartel de la Temporada Chica causó cierta expectación, y sus asesores no querían desvelar tan pronto su nombre de pila, y la argucia fue echar mano del apellido materno para tratar de saciar la curiosidad de los aficionados, que se quedaron atraídos por ese espigado diestro de Guadalajara cuando se encaramó a un pequeño taburete para hacer "El Tancredo" ante las alegres embestidas de novillo de Pepe Garfias llamado "Conquistador", al que también le hizo el salto con la garrocha ante la mirada de sus alternantes de esa tarde: Jorge Mora y Federico Pizarro.
Después se supo que era Alfredo Ríos "El Conde", que aquel domingo, Día del Padre, para más inri, había dejado una impronta de novillero diferente, de torero con personalidad, y si su toreo y su acento se fueron puliendo con el paso de los años, su carácter quedó influido por la magia de aquel altivo mandón de Monterrey, que lo llevó a formar parte de sus juveniles huestes.
Era Manolo Martínez, claro está, que una vez retirado, le picó una mosca extraña y se puso a dar novilladas en la plaza Guadalupe, auspiciado por una cervecera. Y miren por donde que, aquel que había tapado a más de alguno –o varios, mejor explicado– ahora se preocupaba por sacar toreros, entre los que estaba Alfredo. Vaya cosas tiene el toreo. Y, por supuesto, algo le vio a mi paisano. Porque para entrar en ese círculo cerrado de Manolo había que ser especial. El hombre no tenía un pase; bueno, que digo un pase, ¡un adorno!
Al cabo de estos treinta años, y una vez retirado oficialmente de los ruedos, El Conde ha vuelto a ser noticia el domingo anterior en la Monumental de "Las Playas" de Tijuana, donde cortó dos orejas y les pegó un jabón a sus compañeros de camada, en un emotivo festival "del recuerdo", o "de la amnesia", para otros que no suelen cumplir su palabra de caballeros.
Pero el que sí los cumplió el domingo ante una alentadora asistencia de público, fue Alfredo Ríos Becerra, que de este último apellido nada, sino de toro cinqueño, peleón, también altivo, y con un toque de arrogancia que no cae bien a muchos... pero a otros sí. Por auténtico. Así es El Conde, que tiene claras las ideas, como lo demostró en aquella "esquina de América Latina", con el mar a su izquierda y el muro fronterizo al norte, para cuajar a un magnífico ejemplar del hierro de Marrón al que le tumbó las dos peludas.
Buen ambiente, buena entrada, y un triunfo puntal es el resumen de una tarde feliz en Tijuana, que tiene ante sí una interesante temporada por delante. Y ahí, en medio de esa esperanzadora apertura de la Monumental, brilló la suavidad, el temple y la veteranía de un torero que en diciembre llegará "al quinto piso", pero que sigue demostrando su enorme profesionalidad, con capote, banderillas, muleta y espada. ¿Algo más, señores?
Así es El Conde, igualito, pero con más poso, más madurez, y una carrera sumamente digna sobre sus espaldas. Una trayectoria de torero macho. Así es Alfredo, tres décadas después. El mismo. Un hombre con carácter, seguro de sí mismo. Es El Conde, a secas.