El toro. La belleza incomparable del toro. Su historia mítica, totémica, ancestral. Señor del campo y de cuanto le rodea. Animal capaz, con su sola presencia, de modelar un hábitat natural propio, sea la dehesa reverdecida o la reseca tierra de nuestro altiplano. Trópico ardiente o gélida sabana de los inviernos manchegos.
El toro, siempre el toro. Alerta o calmo. Solo o acompañado. Fuerza en reposo o tensión alerta. El toro, siempre el toro. ¿Habrá espectáculo más hermoso que el del toro en el campo, el toro en la plaza, el toro en la memoria perennemente fresca del ganadero, el torero, el aficionado?
Hoy, ese toro y el santuario particular que lo rodea no son más promesa de casta en la pelea ni de arte en los ruedos del mundo, abiertos a lo inconmensurable, estación obligada de su rito sacrificial. Con la pandemia activa y las corridas en suspenso –largo, incierto suspenso– se toro y ese hábitat tan exclusivamente suyo han caído en el limbo.
Dicen los vaqueros, con su hálito de ruda sinceridad, que los toros reburdean hoy más de lo habitual. Que las peleas entre ellos son más frecuentes. Que tanta pasividad les sienta mal. Pienso en el toro, en el toro de antes –más asilvestrado, peor atendido sanitariamente–, y lo comparo con el toro de hoy –casi mimado en su vida de príncipe heredero–.
Y pienso en los ganaderos y las cuentas que no les salen. No es sólo que no haya corridas, y por lo tanto estén cancelados unos ingresos calculados de antemano, aunque en nuestro México ese cálculo lleve años convertido en ilusión. Está lo que cuesta mantener en pie una cabeza de ganado –macho o hembra, añojo o semental–, sin contar lo que supone “poner” una corrida. La famosa "saca" quedó en el aire. Y el futuro de muchas ganaderías, en suspenso.
Pero si la perspectiva es calamitosa para el ganadero –por ahí tendrían que empezar unos apoyos gubernamentales, tan hipotéticos como improbables–, si se cierne sobre cada uno de ellos la ominosa posibilidad de enviar docenas de cuatreños al matadero, y si nos encontramos ahora mismo bajo el riesgo, absolutamente real, de que muchas ganaderías desaparezcan, esta columna quiere rendir hoy contristado homenaje a cada ejemplar de la hermosísima familia toro de lidia.
El mítico animal cuya casta brava le ha ganado por siglos el privilegio de hollar la arena de las plazas de toros y pelear hasta la muerte porque en ello estriba su dignidad como individuo y su razón de ser como especie. Y su exclusiva y libérrima forma de vida, diseñada no para el dolor sino para el esplendor de su lucha y sacrificio finales. Esos quince minutos sagrados, incrustados entre dos eternidades.
También creo, con Carlos Fuentes, que "la fiesta de toros representa el conflicto entre la naturaleza y la voluntad humana, en el que la muerte siempre es vida… y en el que, al final, el que en verdad perece es el torero, porque el toro siempre sobrevive" ("Ofensa y defensa de la tauromaquia", p. 195). Que el toro es lo permanente y el torero lo transitorio. Que en esa extraña, hermosa y aleccionadora cara de la vida que es la fiesta de toros la presencia poderosa del toro es clave fundamental, puesto que sin toro no hay fiesta, sin su bravura no hay emoción, sin su nobleza no hay arte.
Puede que, efectivamente, este mundo insólito de confinados, embozados, acosados y mediatizados seres humanos, el toreo no tenga ya cabida. A ese respecto, me atengo a las sabias palabras del inolvidable Raúl Dorra en su prólogo de la obra citada: "… justamente porque no soy aficionado, estoy convencido, tanto como tú, de que sería triste que nuestra cultura, ya bastante entristecida, se quede sin los toros" (íbid, p. 14).
De nosotros depende, circunstancias de por medio, que el oportunismo de politicastros y el fanatismo de los taurófobos se quede sin respuesta. Y que nuestra Fiesta –empezando por el toro de lidia– se salve.