Esta es una historia verídica. El parecido con personas, lugares y circunstancias de la vida real es el mayor que tras tantos años alcanza mi memoria. Sucedió a comienzos de los años cincuenta del siglo pasado en una distante población paramuna de la cordillera oriental colombiana, cuya unión con el mundo era una carretera estrecha, serpenteante, fangosa y abismal, por la cual cada tercer día escalaba quejumbroso un bus destartalado, veterano de guerras lejanas, que, si el tiempo lo permitía, bajaba el día siguiente.
Su puerto era la explanada central de tierra pisada, verdadero "espacio multiuso"; de encuentro, de juego, de fútbol, de mercado, de retreta, de procesiones, de ferias, de toros y la mayor parte del tiempo, plácido solaz y estercolero de vacunos, equinos, perros y moscas.
También, una vez al año, escenario de la fiesta patronal. Esa víspera, recuerdo, había mucho ambiente y visitantes rurales. Pequeños toldos de lona blanca, esparcidos por los márgenes, alumbrados con lámparas de petróleo, exhibían maravillas, coloridas y olorosas golosinas, fritangas, refrescos, licores, apuestas tentadoras... Un par de parlantes roncaban corridos mexicanos, de los de la revolución.
En el centro, cerrada y oscura, compitiendo en tamaño con la iglesia, se levantaba muda la estructura circular de madera que habían estado claveteando durante un mes; la plaza de toros. Misteriosa y lista para la corrida del año.
Los toreros habían llegado con sus bultos en el viaje de la mañana. Una multitud curiosa les acompañó hasta su hospedaje improvisado en la alcaldía. No había hotel. Para qué. Las empuñaduras de las espadas que asomaban y las puyas eran la mayor atracción.
Los matreros, traídos desde los cálidos y lejanos llanos, aguardaban inquietos en sus cajones. El jolgorio se prolongó, hasta el frío amanecer, cuando entre la neblina el cura y los monaguillos, provistos de imagen e incensario, cantaron alborada por las pocas calles.
A las dos, después de misa, la parroquia colmó el graderío bajo un cielo grisáceo. Arriba, los músicos resoplaban pasodobles criollos y el alcalde con ademanes imperiales ordenó soltar el primer toro.
Zancudo, viejo, sarmentoso, cicatrizado y cornalón. Provocó una explosión de júbilo y triquitraques. El anunciado Santiago Velandia, hombre moreno, maduro, de cara cortada, holgado en un percudido traje azul, otrora de luces, le salió al paso con ademán solemne, intentando un lance por alto. El animal percatado se paró en la mitad de la suerte y punteó un par de veces en busca del hombre que desistía, luego lo ignoró.
La escena se repitió y la tarde se fue yendo por el mismo cauce. Los toros tuvieron muertes tan poco épicas como sus lidias. El entusiasmo y el miedo tras cada salida, dieron lado a la chacota. Chillidos, aplausos y risas competían, sin que los músicos descansaran. Los momentos de más regocijo fueron los de inminencias, correteos y volteretas, que las hubo. Al final nadie salió herido, salvo en el amor propio. Eso aligeró los ánimos.
Ya en la noche, Santiago, indemne, con sombrero campesino, ruana y rostro inexpresivo, se agregó al bazar acompañado de su gente. Sentados en una de las cantinas improvisadas trasegaban aguardientes, fumaban tabaco cerrero y escupían, rodeados de curiosos que no les perdían palabra, reviviendo improbables hazañas, explicando que la faena es a cómo es el toro y prometiendo desquite para el año próximo, –si es que nos contratan –apuntó socarronamente uno de los banderilleros.
–Claro que sí –respondió el coro envalentonado por los relatos y las belicosas canciones que volaban perdiéndose sobre los tejados y las negras crestas.
Pero no, nunca los contrataron. Pocas horas y kilómetros después, el fatigado autobus, que había esperado al fin de fiesta, desapareció quizá cegado por la lluvia en el hondo precipicio de la Curva Ciega, con todos sus ocupantes, toreros incluidos. Ni la corrida ni su trágico epílogo llegaron a noticia de última hora en la capital.