Cada vez que hojeamos un libro, o se mira un cartel taurino, la presencia de Carlos Ruano Llopis (Orba, España, 10 de abril de 1878-Ciudad de México, 2 de septiembre de 1950), se hace evidente. El trazo del célebre pintor se decantó por la tauromaquia, expresión que pintó tan naturalmente que es difícil precisar la corriente estética o la escuela a que pertenecen esos trazos elaborados de magnífica manera.
Considero que fue un artista con suerte pues a pesar de cierta etapa de su vida donde tuvo que sacar adelante a su familia (dado que había muerto el padre), también se dieron condiciones para que estudiara en la Academia de Bellas Artes de San Carlos, en Valencia, España, y se especializara en Italia, gracias a una beca.
Conocido como un pintor eminentemente taurino, al que se le dio la gracia de pintar también algunos temas colaterales a dicha expresión (me refiero a rodeos, jaripeos o el baile gitano, por ejemplo), tales asuntos no permitieron la correcta trascendencia para tornarse un artista universal en consecuencia, algo muy semejante que ocurrió en la persona –o personalidad– de José Alameda–. Aunque el ímpetu y los notorios alcances de este último, lo pusieron en condiciones más privilegiadas.
El artista valenciano ya había dado serias muestras de su quehacer y su firmeza creativa en oleos que, de 1912, y de ahí en adelante, fueron convertidos en carteles por la célebre "Litografía Ortega".
Es curioso que, ante la enorme influencia del impresionismo o cubismo y otras tendencias, Carlos Ruano Llopis mantuviera; y aún más, afirmara aquella escuela clásica que, junto a Zuloaga o Romero de Torres, fueron como el Joaquín Turina, el Enrique Granados o el Isaac Albeniz en el territorio musical.
Hoy, por fortuna, existe un buen número de publicaciones que rememoran al artista, le dan su lugar y reconocen a plenitud todo el ejercicio que legó para la posteridad. Cuando Carlos Ruano arribó a México, la fama ya le había concedido lugar de privilegio. Aunque bien a bien aún es un misterio del cómo vino a México, cómo se quedó en este cálido país y… hasta su muerte.
Ese testimonio nos lo cuenta de viva voz, Rafael Solana "Verduguillo", como sigue:
Fue el martes 10 de enero de 1933 cuando arribó a México, el gran pintor taurino español Carlos Ruano Llopis, que había pintado a (Victoriano de) la Serna en uno de sus momentos de inspiración. Ruano Llopis venía de visita… y aquí se quedó, aquí se casó y aquí murió y fue sepultado. Se enamoró del paisaje de México desde que lo conoció en Veracruz y en Maltrata.
Y todavía existe otra razón más que contar…
El gran pintor valenciano vino a México directamente recomendado a mí por nuestros comunes amigos de España, y lo primero que hizo fue buscarnos a mí en mi escritorio de El Universal y al periodista vasco Valentín Luzárraga, que fue la persona que en forma más determinante influyó para que Ruano hiciera este viaje al país en el que había de fijar su residencia por el resto de su vida [como se sabe, también influyeron Juan Silveti y hasta Fermín Espinosa "Armillita"]. Le hicimos verdaderas fiestas reales: banquetes, celebraciones de todas naturalezas, visitas a los periodistas más importantes; una comelitona en el Centro Vasco resultó brillante, y la más animada de todas, una que le dimo en la cantina El Lazo Mercantil que atendía Juanito Luqué de Serrallonga.
No fue la luz de nuestro cielo, ni el azul de nuestras montañas, ni la transparencia de nuestra atmósfera, ni el brillo especial que en la meseta mexicana tienen los colores, lo que en realidad ató a Ruano para siempre a nuestra ciudad; fue, más que todo, la cordialidad que encontró en toda la gran familia taurina, los brazos abierto que por donde quiera veía, la acogida no sólo amistosa, sino entusiasta, que entonces se le brindó.
Más tarde, en tiempos del general (Lázaro) Cárdenas, íbamos a ver llegar a Veracruz barcos enteros cargados de artistas e intelectuales españoles; pero en 1933 eso no sucedía, y la llegada de Ruano era un acontecimiento tanto para la colonia española como para los mexicanos, que se portaron a la altura de su fama de campechanos y hospitalarios, y que hicieron ver al gran pintor que cuando le decía "está usted en su casa" no estaban empleando una mera fórmula de cortesía.
Hasta aquí con lo anotado por Solana padre en Tres décadas del toreo en México. 1900-1934.
Un sufrido final, cargando con notoria enfermedad lo conduce a la muerte. El amplio legado creativo de este artista aún no es visible en su totalidad. Varios coleccionistas, nacionales y extranjeros, así como diversas instituciones resguardan su obra, la que otros pretendieron hacer suya hasta en el poco creativo y deshonesto copismo, pensando que poseían auténticas joyas de las pinturas cuando no pasaban de ser –y muy a las claras–, réplicas, viles réplicas.
¿Qué hizo escuela?
Sí.
¿Qué tuvo alumnos reconocidos?
También.
Antonio Navarrete o Luis Solleiro parecen los más adelantados, o quienes le bebieron los alientos al artista. No faltaron otros que solo alcanzaron estatura de aprendiz y algunos más que solo se aprovecharon de las circunstancias…
En nuestros días, es de agradecer el enorme esfuerzo que supone la intervención del doctor Marco Antonio Ramírez, impulsor del Centro Cultural y de Convenciones "Tres Marías", en Morelia, Michoacán, donde la enorme colección allí reunida, rinde culto al artista que hoy es motivo de evocación.
Bibliografía:
Rafael Solana Verduguillo, Tres décadas del toreo en México. 1900-1934. México, Bibliófilos Taurinos de México, A.C., 1990. 228 p. Ils., retrs., fots.
Otros escritos del autor, pueden encontrarse en: https://ahtm.wordpress.com/.