Se cumplieron cien años del nacimiento de Pancho Flores, el mejor pintor taurino mexicano de todos los tiempos. Vio la luz primera en San Pedro de las Colonias, Coahuila, el 22 de diciembre de 1919.
Mi primer contacto con su arte lo tuve en la casa de mis abuelos maternos, calle de Jojutla número 20, en la colonia Condesa. La pared de la umbría escalera de subida hacia la planta intermedia estaba decorada con dos reproducciones en sepia del maestro. Una de ellas era la personalísima gaonera de Lorenzo Garza, cargando la suerte con el compás abierto, la pierna de la salida adelantada y la cabeza elegantemente ladeada, acompañando el viaje impetuoso del toro.
Años después, la "florería" invadió mi casa pues mi padre, que heredó del suyo la afición por dibujar, reprodujo decenas de cuadros famosos del pintor lagunero con miles de rayitas de tinta china, trazadas durante horas con paciencia y meticulosidad, mientras escuchaba la música clásica que emitía la desaparecida estación XELA.
Francisco Soto Montes era su verdadero nombre, tal como lo cuenta su hijo Pancho en la entrevista que le hice para la publicación. "Su padre se llamaba Crisanto Soto, pero como idolatró a su padrastro Jesús Flores, tomó su apellido y se rebautizó como Francisco Flores", revela el heredero del célebre pintor.
Pancho logró el milagro de no "congelar" el movimiento, gracias a una sensibilidad única, una técnica extraordinaria y un manejo maestro de las proporciones de toro y torero, que le dan un realismo impresionante a su arte figurativo.
Captador de ritmos y cadencias, cada lienzo suyo es la estimulación misma del movimiento. Nadie como él para plasmar las medidas exactas de todo lo que se observa en la plaza. En toda su obra no hay un solo rasgo de desproporción.
En 2015, su familia me hizo el honor de elegirme para editar el libro que contiene las principales pinturas del genio de la Comarca Lagunera.
Gusto
Una foto de José Mauricio, tomada por Fernando Salas, capta la serenidad del diestro al ejecutar el toreo sin forzamiento. La publicó este portal, la noche del domingo antepasado.
¿Se puede estar sereno delante de un toro? La trincherilla acaricia la embestida. El torero se asoma con elegancia, como desde un balcón, a ver pasar, sin inmutarse, el torrente de la bravura. Flojedad en el cuerpo, con un ligero apoyo en la pierna izquierda. El talón del pie derecho está apenas levantado y la mano libre se ve distendida, reflejando laxitud y abandono.
Para hacer eso, para relajarse completamente ante el peligro que siempre representa el toro, lo primero que hay que tener es el valor auténtico, el que no se nota ni requiere de burdos alardes para apantallar. Eso se llama expresarse con absoluta transparencia y con buen gusto, resultado del refinamiento.
José Mauricio, el torero de calidad suprema, cerró el año tocando la cuerda de lo sublime. Hizo vibrar con una faena clásica, sentida, rebosante de prestancia, naturalidad y empaque (la robustez del arte) a un buen toro de sangre española de la ganadería queretana de Barralva.
Y cuando fue menester ponerse en plan técnico y castigador, domeñó embestidas complicadas sin afligirse, en dos actuaciones consecutivas en la Plaza México.
En 2019, Mauricio renovó la ilusión de los aficionados, cansados de los estereotipos y las faenas en serie.