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Historias: Experiencia taurina en Amecameca (II)

Miércoles, 13 Nov 2019    CDMX    Francisco Coello | Foto: FC   
"...a continuación un becerro berrendo, manso para ser..."
Nos enteramos ya de la forma en que se jugó el primero de la tarde, y que no fue, a los ojos de un español, lo mejor de aquella tarde. Y apenas se recuperaba, cuando salió el Tigre, de idénticas características del anterior, y que recibió cinco puyazos de mala manera. Que Carlos Sánchez, integrante de la cuadrilla se encargó de banderillearlo.

Ponciano Díaz, vestido de blanco y oro, sin mediar más que diez pases, coloca dos mete y sacas de los suyos, suerte que entonces gustaba a rabiar. Intervino El Loco intentando descabellar al atenqueño y la escena tuvo ese penoso tinte de pánico por parte de quien, por otro lado, estaba haciendo las delicias con su sarta de "payasadas".

A continuación, y en el intermedio de costumbre, se puso en escena la mojiganga denominada El arca de Noé, que consistía en la consabida recepción entre gritos y fuegos artificiales. 

Aquella pieza de buen tamaño, era una especie de granada encantada, de donde tira el dichoso que representa al salvador del Diluvio y que por cierto lo hace a las mil maravillas, una pareja de animales, sino de todas, a lo menos de las más sabrosas de cada especie –pavos, conejos, pichones y palomas– que la multitud arrebata, y por si es tuyo o es mio, por fin quedan descuartizados, rodando por aquí una pata, allá la cabeza. 

En medio de tanta confusión muchos quedan sin reparto y esperan con verdadera ansia otra nueva repartición del arca de Noé, y cuando todos alzan las manos para coger antes de llegar al suelo las víctimas de Noé indio; cuando más apiñados están, se descuelgan unos enormes gatos que con sus garras abiertas arañan a los postulantes, encontrándose solemnemente chasqueados, haciendo esto las delicias del público. 

Agréguese a esto que el buey soltado para la mojiganga y que por más señas sale sin embolar, por más que lo anuncien los programas, derriba a los más de los capitalistas que generalmente tienen la cabeza más pesada que los pies".

Como parte de aquel peculiar espectáculo, soltaron a continuación un becerro berrendo, manso para ser "girapeado". El término, palabra o expresión "girapeo" entre los charros simple y sencillamente no existe. Esa debe ser, en realidad, una de las muchas formas en que ciertas palabras que se usaban y siguen usándose en nuestro lenguaje, fue motivo de un giro semántico y que debe ser entendido en su significado filológico en forma cuidadosa. Baste recordar la forma en que el nombre de Huitzilopochtli devino Huichilobos. Así que "jaripeo" no es otra cosa que lo agregado en la descripción de nuestro misterioso autor, mismo que procura decirnos en qué consiste aquello:

El girapeo consiste en alcanzar al becerro a la carrera, cogerle la cola, sacar del estribo el pie derecho, y una vez hecho esto, según va a la carrera, hacer girar al caballo en sentido opuesto, lo que hace derribar al becerro. Uno de los aficionados hizo el girapeo a las mil maravillas, cosa arriesgada y de mérito, lo único que aquí puede verse con gusto.

 Y tomen ustedes nota del siguiente episodio, justo cuando salió el tercer toro

Quita calzones, que demostró alguna codicia y arruinó al Bartolo mexicano (refiriéndose al Loco) en tres arenques (definición peyorativa de los caballos que entonces salían al ruedo, mostrando su figura lastimosa), infundiendo esto el terror en la cuadrilla, de tal modo, que el famoso capitán Ponciano, tan ameritado y valiente, ordenó por sí y ante sí (esto no debe sorprender en una República) que fuera banderilleado y retirado el toro al corral, como se efectuó.

¡Cuántos matadores conozco yo que al tocar los clarines para la muerte desearan iguales libertades! Tal fue la conclusión de la corrida, y
–El público, muy… aburrido-
–se va por donde ha venido.

Y es que para que Ponciano cometiera tal abuso, las tiras de mano traían consigo la siguiente advertencia:

Como es probable que el público aplauda mucho en esta corrida, por la bravura de los toros y las suertes tauromáquicas que hará la cuadrilla, le suplicamos no nos vaya a tirar la plaza en su entusiasmo.

Aquella era una época en la que con notoria frecuencia, y ante los pésimos resultados que se obtenían como balance del festejo, daban pie para que la indignada asistencia, comenzara a desquitarse prendiendo fuego a tales remedos de plaza, cuyo material de construcción era la madera. Así que imaginen ustedes lo que aquello podía originar.
 
Todavía, nuestro "reporter" nos relata, algunos detalles más que llamaron su atención y que resultan harto interesantes para entender ciertos pasajes ocurridos durante la lidia.

"Réstame decir, que los picadores tan sólo llevan en la pierna derecha una gran bota de cuero, pero en cambio los caballos van acorazados por el pecho con una gran banda de cuero que oculta también la pierna derecha del picador; así que tiene que ser el toro de empuje y codicia para matar los caballos; en cambio la caída de un picador, que generalmente ocurre en los medios, pues allí pican, suele ser terrible por la confusión que en la cuadrilla se introduce, pues ignorantes de las cualidades y condiciones de los toros que se lidian, así como de las salidas y terrenos, hacen todo lo contrario que debieran, aumentando con esto más las probabilidades de una desgracia.

Los trajes de los toreros no son malos en sí, pero usan de tales combinaciones en los colores del fondo, digamos así, y los cabos están tan rematadamente mal cortados, y luego lo llevan con tan poco aire, que se viene enseguida a la mente el recuerdo de las cuadrillas de jóvenes aficionados que en la plaza de Madrid salen en las novilladas a lidiar los dos primeros embolados.

Luego tienen otra circunstancia que no me hace gracia alguna, y es el de usar bigote, con lo que, en el acto de la lidia, el conjunto de la cuadrilla, sus trajes, sus especiales modos de torear, el Loco bailando y vestido a guisa de clowns se asemeja, si no tiene la realidad de una corrida de toros en el Circo de Price, dirigida por Tony-Grice.
 
Muchas cosas pudiera añadir, pero va haciéndose ya demasiado larga la carta, y tan solo le digo que el único tiempo hábil para dar corridas de toros aquí es el invierno, en el que se goza una temperatura primaveral y no llueve, a diferencia del verano, en que lo hace a torrentes. Es tal aquí la abundancia de ganado, que el precio de los toros escogidos de la mejor ganadería y puestos en el sitio que se designe, es el de 1000 reales máximum, y el ganado de labor matadero desde 10 a 20 duros. Los caballos también son muy económicos, y la cuadrilla cuesta tan poco, que los resultados metálicos son muy beneficiosos para los empresarios".

Hasta aquí con tan interesante descripción de aquel festejo, el celebrado en Amecameca, el 21 de noviembre de 1880, tiempos en los que, bajo el dominio y control de Ponciano Díaz sucedían con frecuencia tamaños dislates, lo cual no configuraba en nada la posibilidad de que un festejo como aquellos, tuviese garantías en su desarrollo. 

En todo caso, predominaba la anarquía, ese síntoma que fue denominador común en el espectáculo por muchos años y que fue entendida como la forma en que los festejos taurinos podían llevarse a cabo integrando todos esos elementos complementarios que iban de incluir fuegos de artificio, coleadero, jaripeo, lazar toros y caballos, poner banderillas decoradas en extremos y de las que surgían otras tantas figuras, e incluso palomas. Colocar banderillas con la boca, como lo hizo infinidad de ocasiones Felícitos Mejías, o las "non plus ultra", de dos pulgadas, que popularizó Lino Zamora.
 
Al enterarnos sobre la forma en que se presentaban picadores y cabalgaduras, podemos saber que también Ponciano Díaz fue proclive a que se emplearan ciertos "petos" o "baberos", con los que se protegían los pechos del caballo para la pica, además de que en muchas ocasiones también se les colocaba la anquera (cubierta de cuero a manera de gualdrapa, que se pone a las caballerías que se están educando para la silla. Antiguamente se usaba como lujo o para torear a caballo), aquella pieza de cuero que servía, como dicen los charros "para quitarle las cosquillas".
 
Hace crítica también del uso del bigote, pero no cuestiona el uso de patillas entre sus paisanos, lo cual era otro aderezo exótico entre la gente de coleta. Describe los trajes de torear, lo cual nos habla de una confección más bien azarosa, sin seguir "patrón" alguno; vamos, "como Dios les dio a entender", de ahí que se ganaran, con frecuencia calificativos como aquel que declaraba estar viendo auténticos adefesios.

Su apunte sobre el ganado (toros y caballos) también es de tomar en cuenta, pues habla sobre el mercado en el que entonces se estimulaba la compra-venta. 

Independientemente de todo, estamos frente a un espectáculo extravagante, cargado de misterios y sorpresas y que pronto, algunos años más, iba a someterse a uno de los cambios más notables en su devenir. Me refiero, no podía ser de otra forma, de aquel enfrentamiento habido con los nuevos contingentes de diestros españoles que protagonizarían la "reconquista vestida de luces".


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