Ocurre poco, cada, digamos, diez o quince años. Y casi es normal, pues resulta muy raro que la puerta de toriles –o "de los sustos", en lenguaje arcaico– suelte un barrabás, un marrajo, un morlaco de ésos que, se decía, "vienen por el dinero de la temporada". Y más raro todavía que el espada en turno lo convierta en materia prima de algo memorable.
Quienes tal cosa consiguieron pasaron a la historia no ya como maestros consumados sino como auténticos taumaturgos del toreo. Seres privilegiados capaces de aunar, en los ocho o diez minutos que dura una faena de muleta, dominio y arte, valor por toneladas y helada serenidad: intelecto, ética y estética. Loor a quienes, en las condiciones más adversas, dieron lecciones de vergüenza y verdad toreras. Para asombro de los presentes y para bien de la Fiesta, por cuanto hazañas tales significan en términos de emoción genuina y profusión de sensaciones inefables. Quien lo haya vivido sabe que no existen mejores argumentos para creer en el milagro del toreo. Ni para crear y recrear afición.
Muy contadas ocasiones
Resaltan en la memoria Paco Camino con los berrendos de Santo Domingo "Gladiador" y "Traguito", José Huerta con "Poderoso" de José Julián Llaguno, Manolo Martínez con el célebre "Jarocho" de San Mateo. Y por supuesto Mariano Ramos con "Timbalero" de Piedras Negras. Entre gesta y gesta, más o menos transcurre el decenio de que hablaba al principio. Aunque desde aquel 21 de marzo de 1982 a lo mejor sólo alguna otra vez Mariano –con cierto "Farolero" de Los Martínez– y acaso El Capea con un cárdeno casi berrendo de Xajay, en corrida queretana a beneficio de los damnificados por el sismo de 1985. Son las desventajas del post toro de lidia mexicano y los hábitos taurinos y extrataurinos que trajo consigo.
El cartel
No era precisamente de los arrastran multitudes a la taquilla. Mariano iba a apadrinar la alternativa del hijo mayor de "El Talismán Poblano", Felipe González, homónimo de su padre. "Felipillo" venía de hacer una buena campaña europea, más francesa que española, aunque en plazas menores y sin gran resonancia. Lo que no quitaba que se tratase de un torero cabal, dominador severo de los tres tercios y en sazón para el doctorado. Testigo de la ceremonia sería Christian Montquicoul "Nimeño II", el pundonoroso espada galo que el domingo anterior había desorejado a sus dos toros de Rancho Seco.
El encierro de Piedras Negras, con edad y trapío, era quizá la mejor explicación a lo discreto de la terna. Y es que los toros no solían ser bocado para paladares delicados sino astados con mucho que torear. Y el torero charro ha sido tal vez la última figura de este país caracterizada por nunca negarse a divisas que el resto de la primera fila prefería no ver ni mencionar. Tampoco acostumbraba Mariano ponerles pero a tales o cuales alternantes.
Entrada ni buena ni mala: casi llenos los numerados y poca gente en las alturas del tendido general. En la actualidad eso constituiría un entradón.
Corrida de una sola faena… pero ¡qué faena! En la arena el segundo de la tarde, "Timbalero" de nombre, cárdeno salpicado y caribello de pinta. Ostenta el número 103 y pesa 496 kilos, incluida la agresiva, veleta cornamenta. Mariano veroniquea ganando terreno, agrega tres jaleados mandiles a pies juntos y remata en los medios; luego coloca templadamente en suerte al animal. Y es en el caballo donde "Timbalero" empieza a revelar su incierta condición: en el primer puyazo no sólo cabeceó intentando quitarse la vara, también hizo amago de huir. En el segundo empujó con cierta fijeza, y como dobló las manos al salir, el espada en turno se apresuró a solicitar el cambio de tercio.
Mariano Ramos inició faena saliéndose con el cárdeno a los medios a base de suaves muletazos por bajo, y una vez ahí citó para torear en redondo con la mano derecha, en muletazos tan tersos como imperiosos: "Timbalero" respondió bien en dos, tres viajes en redondo… pero al cuarto sintió al torero y se lanzó fieramente sobre él, obligándolo a defenderse de sus derrotes al cuerpo tanto con la mano como con el engaño en una persecución de la que sin embargo salió airoso el torero con un cambio en la cara y un chicotazo que dejó quieto, perplejo al arisco animal.
Cuando volvió al toro fue para doblarse con él rodilla en tierra en un terceto de muletazo de perfecto remate y mucho castigo. Y a torear con la izquierda. Fueron cuatro o cinco naturales modélicos por el aguante, el temple y el mando que, forzosamente, el maestro tuvo que poner a contribución para evitar que el bicho acabara imponiéndose: en mitad del último, "Timbalero" se detuvo en seco y miró al torero, pero la muleta marianista lo obligó a continuar su viaje y, al revolverse en corto el animal, lo liberó y nos liberó a todos de una tensión ya incontenible con un pase de pecho zurdo largo, saboreado, rotundo.
Por increíble que parezca, la faena continuó en la misma tesitura. A una nueva tanda con la derecha le siguió otra con la zurda. Series cortas, con el toro cada vez más avisado y geniudo. Al tercer natural ligado "Timbalero" respondió con un hachazo al bulto… Y Mariano Ramos, tras mínima enmienda, con un doblón sin cambiarse la muleta de mano, ayudándose con el estoque y castigando, y al mismo tiempo consintiendo con un temple inmaculado hasta que, al remate del cuarto muletazo el cárdeno, rendido, sacó la lengua.
El desplante
El desplante puede ser un gesto genuinamente torero o una gratuita engañifa de cara a la galería. En el primer caso es un desafío, un reto a la fiereza vencida pero siempre latente; en el segundo, un alarde innecesario y de dudoso gusto. Al someter por enésima vez el genio de "Timbalero" forzándolo a crujir el esqueleto en aquella postrera tanda de ayudados con la izquierda, rematados con temple impecable mientras aguantaba el derrote con la flexionada rodilla entre los pitones, Mariano Ramos sintió que la faena estaba hecha y derrotado el adversario; para demostrarlo, puso el codo izquierdo sobre la testuz del toro y fingió una breve llamada telefónica, el desplante que patentara Carlos Arruza en tiempos de Manolete.
Se retiró de la cara del astado, se perfiló ahí mismo con su invariable estoque de acero –nunca utilizó el ayudado– y, lanzándose entre los pitones, sepultó arriba tres cuartos de hoja que el animal acusó de inmediato; tanto que Mariano lanzó lejos la muleta y se abrió de brazos a corta distancia de la res en un último gesto triunfal, al que "Timbalero", con la espuma de su propia sangre escurriéndole de los belfos, respondió con un violento arreón, que el torero esquivó sin irse, antes de derrumbarse a sus pies.
"¡Otro juez… !" Así coreó la multitud tras la increíble respuesta del palco a la hazaña que acababa de presenciarse. Y es que el juez de plaza Pedro López Anaya solamente sacó un pañuelo para premiarla. Y allí ardió Troya. Y a los desahogos verbales contra el funcionario correspondió la gente obligando a Mariano a dar tres clamorosas vueltas al anillo.
Y José Alameda encabezó su crónica refiriéndose a "Una gran faena de Mariano y una mala faena del juez"; en el cuerpo de su relato aducía: "El de Piedras Negras llegó al tercio final con peligro… recién iniciada la faena alargó el cuello, ese cuello como acordeón que tenían los antiguos miuras, y se fue sobre él, persiguiéndolo largo trecho mientras el torero, a fuerza de mejorar el terreno, lograba afirmarse sobre el suyo y dominar la situación… luego se dobló magistralmente. Con un poderío llenó de sabor y exactitud técnica. Esa técnica, que se enfría y se mecaniza cuando se está frente a un novillote engordado, cobraba ahora la mayor emoción porque se estaba empleado con un toro, que lo era por su tamaño, por su encornadura y por su casta". (El Heraldo de México, 22 de marzo de 1982).
Lo demás fue lo de menos
El resto valió bien poco. Nada fáciles los de Piedras Negras, debatiéndose entre la flojedad y el nervio, apenas permitirían que Felipe y Nimeño se lucieran banderilleando. El juez siguió desbarrando al devolver indebidamente al cuarto y condenar a Mariano a vérselas con un inválido. Y eso fue todo. Pero la gesta de "Timbalero" ahí quedó. Muestra imperecedera de lo que es la grandeza del toreo como amalgama de arte sin abalorios, valor auténtico, talento lidiador e inteligencia torera.