Banners
Banners

"Antonio Gala y el bastón de Manolete"

Lunes, 13 Oct 2008    Ciudad de México    Juan Antonio de Labra   
El bastón de Manolete
Mientras Morante se regodea mirando el espeso humo que asciende desde su puro, Antonio Gala hace uso de la palabra. Nunca una frase de cartón había encerrado tanta elocuencia. El torero escucha. Y de vez en cuando, con toda su timidez a cuestas, lanza un comentario sugerente. La tertulia gira alrededor del escritor cordobés –epicentro de cultura viviente–, y las horas se nutren de remembranza.

Aquel espacio abierto a la madrugada está plagado de duende gracias a dos artistas de la misma cuerda; dos hombres enlazados por un sentimiento de profunda raigambre andaluza. La conversación cobra su sentido más primigenio: el intercambio de ideas y sensaciones. Pero ahora puede que sea más que eso porque Gala se explaya con apabullante naturalidad.

Y la audiencia no podía ser más receptiva. Además del torero de la Puebla del Río, que unas horas antes se sublimó al torear de capote en Madrid, ahí están los hermanos Reyes, dos gitanitos de Granada, bien vestidos y educados, anticuarios de oficio; el matador sevillano Antonio Barrera, amigo íntimo de Morante; el suegro de aquel y apoderado de éste, José Sanchez Benito; el matador mexicano Óscar San Román; el joven apoderado Álvaro Borbolla y el secretario del novelista.

Es medianoche del 4 al 5 de junio. Todo está en calma. Sólo el aleteo de un helicóptero interrumpe el cantar de los grillos que anidan en las jardineras de la terraza del hotel NH Parque Avenidas. Gala viste de manera informal. Lleva puesto un jersey color claro que hace juego con su pelo rubio. Su delgadez le brinda aspecto de lord inglés. Y su voz dulzona se expande suavemente y penetra los sentidos.

–¿Sabes cómo conocí a Morante? –pregunta el escritor para despertar interés. –Un día coincidimos en un acto y todavía no sé porqué. Al finalizar la velada nos subieron en el mismo coche, y desde la parte de atrás Morante me dijo tranquilamente: “Así que tú eres Antonio Gala”. Y se quedó callado. “¡Qué decepción!” pensé yo por dentro. Y mira, aquí estamos, nos hemos hecho amigos.

Alguien pide algo de beber, pero “el bar ya está cerrado, señores”, nos avisa un inoportuno camarero, de esos que abundan por doquier. Ya no hay nada qué comer porque también han cerrado la cocina. ¿A quién le importa? La “comida” más suculenta es la palabra de Antonio Gala, que sigue subiendo en una espiral retrospectiva; va y viene dotada de admirable lucidez. El puntilloso doble sentido de ciertas frases exige agudeza mental. Y de la profundidad de un tema determinado, emana el chispazo cegador de su ingenio. Su abigarrado sentido del humor destila finura. ¡Qué elegancia tiene hasta para soltar una vulgaridad!

El bastón de Manolete

–Qué bonito bastón, Antonio –inquiere Morante cuando se abre un brevísimo silencio.

–Tengo más de ciento diez bastones, pero este es uno de los diez preferidos. Me gusta llevarlo a los toros porque perteneció a Manolete.

–¿De verdad, maestro? –pregunta San Román con admiración.

–Este bastón se lo tiraron a Manolete en México –afirma Gala con delicada presunción.

–Creo recordar haber visto una fotografía de Manolete dando la vuelta al ruedo con ese bastón en las manos –le digo a Gala para motivarlo.

–¡Yo la tengo! –se apresura a responder el escritor. –La foto me la entregó doña Angustias Sánchez, la madre de Manolete, con un certificado de autenticidad, durante el homenaje que me hicieron en el Hotel Palace hace muchos años cuando me recuperé de aquella terrible enfermedad. Ahí me regaló este bastón que conservo con gran cariño.

–Vaya si tiene historia el bastón, maestro –apuntilla uno de los anticuarios.
–Lo más hermoso de esta historia es que a las pocas semanas de aquel evento, recibí una carta de un aficionado mexicano que me decía que tenía 93 años de edad, y que él le había tirado el bastón a Manolete en una corrida.

–Es el karma de las cosas, digo yo –apunta Morante adornándose.

–Y más que eso, José Antonio –replica Gala con un guiño de vanidad–, aquel hombre también me decía en la carta que él había admirado mucho a Manolete, y que ahora el bastón quedaba en buenas manos porque también me admiraba mucho a mí.

“Mis gordas andaluzas”

La conversación se detiene en Granada. El prolífico Gala nos cuenta con vehemencia su amor por la Alhambra. Relata con lujo de detalle sus sensaciones de la época en que escribió “Granada de los Nazaríes”. Nos habla de la luna y el rumor del agua; del Albaicín y el fantasma de Lorca; del sereno y sus noches de amistad. La palabra fluye policromática de entre sus labios. La llama del recuerdo se enciende en su mirada. De Granada a Cádiz y de ahí a Córdoba. Andalucía emerge con toda su identidad a cuestas.

–Yo no podía imaginar a mis gordas andaluzas trabajando en Alemania durante la época del exilio español de la posguerra –afirma Gala sin tapujos.

–¿Porqué? –Pregunta Morante con curiosidad.

–Ay, José Antonio –suspira Gala. –Porque aquellas mujeres estaban acostumbradas a esperar a sus hombres sentadas a las afueras de sus casas, abanicándose en corillos de vecinas, contándose sus cosas.

–Los tiempos cambian –tercia Antonio Barrera.

–Desde luego, hijo –apostilla Gala– pero en Alemania, trabajando arduamente en los campos, lastimándose las manos, pasando fatigas y sudando a chorros, se alejaban de su esencia que era la paz de la tarde, el descanso ganado a pulso tras realizar las labores del hogar.

–¿Y ya no es igual? –pregunta Barrera.

–Pues mira, un día, repostando gasolina en Despeñaperros, le contaba esto a una amiga mía que es aristócrata. De pronto, el hombre que estaba atendiéndonos, y escuchaba la conversación, dijo sin pudor: “No se fije usté en eso, don Antonio, porque hoy mismo, de Despeñaperros pa’rriba todo es Alemania”.

La tertulia crece. Se retroalimenta. Y se relaja cuando Gala le dice a Morante –así sin más– “tú estás gordo”. La risa brota y el regocijo es notorio. Morante se arrellana en la butaca y disfruta aquel rato de esparcimiento, alejado su pensamiento ya del toro, con una actitud desenfadada y sencilla. Tremendamente humana.

Un Romeo cantinflesco

De la Residencia de Estudiantes y El Cairo, la ciudad más “cairótica”, según Gala, la charla viaja hasta Florencia y los Médicis. Se habla de pseudo intelectuales y clítoris. Ya pasa de la una de la madrugada. La atención gira siempre en torno suyo. La tertulia se interrumpe brevemente porque el maestro quiere orinar. Se marcha despacito y al cabo de un rato vuelve a la carga con una más de sus ocurrencias:

–No he podido hacer pipí –confiesa alegremente. –Llegué hasta abajo del todo de una larga escalera y me pareció leer: “Aseos”. Pero en realidad decía “Acceso”, y al entrar me echaron unos empleados del hotel. Bueno, no importa, el paseíto me cortó las ganas, vamos a seguir conversando.

–¿Conoció a Cantinflas? –pregunto.

–Alguna vez. ¡Uuuy!, pero era un señor muy serio –responde Gala con reticencia.

–Pues fue un gran torero cómico –tercia Barrera.

–Sabías Antonio –apunta Morante–, que yo empecé a torear en la parte seria de un espectáculo cómico.

–Pero… –la duda asalta a Gala– ¿cómo es posible llevar al público de la risa del payaso a la emoción del toreo?

–No lo sé –responde Morante.

–A mí me dio no se qué cuando vi el “Romeo y Julieta” de Cantinflas –señala el novelista con gesto de asco.

–¿Pero porqué, maestro? –Le replica Borbolla.

–Porque cuando vi esa película tendría unos doce o trece años. Estaba en la difícil edad de la adolescencia. Y me pareció grotesco ver a Cantinflas haciendo de Romeo. Por entonces yo deseaba fervientemente que mi padre hubiese sido el propio Shakespeare…y mi madre La Celestina, aunque fuera muy puta.

Adiós a la palabra

Antonio Gala confiesa ser insomne. A las dos de la mañana sigue fresco como una lechuga. Parece que ha rejuvenecido. Está radiante, rodeado de intimidad.

–Tú debes dormir mal, José Antonio –le plantea el escritor al torero.

–Pues sí –afirma Morante.

–¿Y qué haces, entonces? –replica Gala.

–Leer los libros que me has regalado –dice Morante con guasilla.

–Eres un mentiroso –le reclama Gala y comenta con seguridad. –Si te da pereza leer. ¿Saben que me dijo el otro día, cuando le regalé mi libro “El pedestal de las estatuas”? Me llamó por teléfono: “Hola, Antonio; oye, ya comencé a leer el libro que me diste. ¡Cuántos nombres te caben en la cabeza!”. Entonces le pregunté: “¿En qué página vas?” y me contestó socarronamente: “Voy por la tres”. Yo no me aguanté: “¡José Antonio, pero si esa es la genealogía de Carlos V!”

El recuerdo de José María de Cossío, padrino de bautismo de Antonio Gala, nos devuelve al tema taurino. El escritor cuenta que su padre era partidario de Juan Belmonte, y el compadre de éste, el autor de la famosa enciclopedia “Los Toros”, seguidor acérrimo de Joselito El Gallo. Se acuerda de las tremendas broncas entre ambos, discutiendo quién era mejor torero. Morante escucha con gran interés estas historias del pasado, como si él mismo deseara haber toreado al lado de aquellos colosos.

“Un día, después de tanto rogar y dar la lata, mi padre –dice Antonio Gala– salió de la habitación con el chaleco de Joselito, el que llevaba puesto el día de su muerte en Talavera, y le gritó furioso a mi padrino: ‘¡Toma, ahí lo tienes!’ y hasta le arañó la cara al arrojarle la prenda. A Cossío no le importaron los arañazos. Cogió el chaleco, lo apretó en su pecho y se fue feliz de la vida con su anhelada reliquia”.

Y de su infancia, Gala nos cuenta cuando conoció a José María Pemán y como éste le presentó durante un recital de poesía que tuvo lugar en un teatro de Cádiz:

“Yo tenía unos doce años. Era un crío. Al presentarme, Pemán, que era muy formal y atildado, dijo un versito sobre mi persona que me pareció muy cursi. Entonces, me acerqué hasta dónde estaba y le entregué un duro al tiempo que le decía: “Que Dios se lo pague, señor”. La carcajada de aquel hombre fue mayúscula, todavía la recuerdo. Desde entonces fuimos amigos. Me invitaba a su casa a cenar y me ponía un jamón extraordinario”.

La madrugada avanza ágil. Son las dos y cuarto. Es tiempo de marcharnos. Antonio Gala se despide de todos con la ternura de un beso. Se sube a un taxi acompañado de su secretario y desaparece. Adiós a la palabra, en persona. En el aire revolotea un perfume de azahares.


Comparte la noticia


Banners
Banners