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Tauromaquia: Luces y sombras de la temporada

Lunes, 04 Mar 2013    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | Opinión   
La columna de este lunes en La Jornada de Oriente
Desde luego y por fortuna, no fue una temporada más, pero el invierno de 2012-2013 en la México ha dejado una estela paradójica y contradictoria. Al exultante éxito de numerosas tardes, al brillo de faenas ciertamente lucidas y en algunos casos memorables, se une cierta sensación de vacío ante la clamorosa defección del toro de lidia, proceso del cual ya existían antecedentes preocupantes pero no esa uniformidad en lo fofo y lo soso que en esta campaña se acentuó. Un serio aviso de lo que, a menos que se tomen medidas urgentes –y la primera sería reconocer el problema—podría dar al traste con el porvenir de nuestra fiesta.

Esa sería la faz opaca de la temporada. La halagüeña radica en la profesionalidad y entrega de la mayoría de los diestros comparecientes sobre la arena de la Monumental. Lo evidencia el balance de apéndices otorgados y de tardes felices que quedaron en su registro. Tan torera actitud fue compartida tanto por mexicanos como por europeos. Y si bien el potencial de las figuras extranjeras se refleja en la firmeza de su paso por el albero de la colonia Nochebuena y la responsable madurez de sus actuaciones, lo más esperanzador del ciclo está en la pléyade de jóvenes espadas nacionales empeñados en labrarse un sitio en el escalafón a fuerza de decisión y agallas, acompañadas por otras cualidades individuales que, vista la variedad de estilos y propuestas expuestos por cada cual, configuran el grupo de toreros nuestros más numeroso y mejor dotado en décadas.

Fue ese, sin duda, el mejor legado de un retablo cuajado de claroscuros.

La evolución del toro. Aunque la publicrónica lo haya silenciado taimadamente, acogiéndose a una evolución favorable en el trapío de la generalidad de los encierros lidiados –con las inevitables excepciones, ligadas a la celosa administración de ciertas figuras foráneas y, eventualmente, al recurso al obsequio--, el toro mexicano continúa su imparable descenso en términos de casta, bravura y fortaleza. Un síntoma indiscutible es el puyazo simulado, moralmente inadmisible pero aceptado con resignada conformidad por todo mundo. Como si poner una corrida de toros de la México a la altura de cualquier novillada sin caballos fuese un asunto menor. A este paso, ¿qué futuro nos espera?

Por lo pronto, el presente ha pasado a dominarlo casi por completo ese toro "evolucionado" a la mexicana, apenas apto para faenas de enfermero y exhibiciones de encimismo que eventualmente encandilarán al espectador impresionable, pero difícilmente conseguirán soportar a largo plazo un arte cuya mejor característica reside en la vibración emocional derivada de la inminencia de un riesgo de muerte, algo cada día más ausente del primer coso de América.

Ante tan evidente disminución de la pujanza y el peligro exigibles del aún llamado toro de lidia, el entusiasmo que suscita hoy una faena triunfal es más transitorio y banal –y su huella, por tanto, menos profunda-- que el que envolvía los tiempos áureos de nuestra tauromaquia, e incluso otros mucho más recientes. La pérdida de importancia del toro es irremplazable por otros valores porque, en buena lógica, se corresponde con una fatal pérdida de emoción de cuanto con él se realice.

Toreo y post toreo. Fugaz por naturaleza, el arte de torear ha podido evolucionar y perfeccionarse gracias en buena parte a su capacidad para conmover el espíritu y anidar en la memoria de quien lo presencia y, por supuesto, de quienes lo practican. Pero esa experiencia conmovedora pasa, indefectiblemente, por la vívida sensación de riesgo que tiene la obligación de suscitar el burel con su natural agresividad. Si ésta mengua hasta casi desvanecerse, todo el entramado se fragiliza. Es, precisamente, lo que lo que viene ocurriendo con el progresivo el descastamiento de nuestros toros de lidia, ante la indiferencia cómplice de tirios y troyanos. Y en esto consiste el peligroso paso del toreo de toda la vida a un post toreo de dudoso porvenir.

Dudoso, sí, a pesar de determinados alardes de imaginación, ajuste y temple con que nos obsequiaron en estos meses artistas magistrales del toreo, muy señaladamente Talavante y Morante de la Puebla. Pero no son, por supuesto, la mayoría. Nunca lo fueron, por lo demás.
En el transcurso de la temporada, esta columna definió y se refirió puntualmente a gestas y faenas claramente insertas en esta categoría taurina, aquí denominada post toreo. No nació ayer, como tampoco el astado mansurrón, falto de fuerza y pastueño hasta la bobaliconería. Pero que sucesivas camadas acusen ya estas características sin la menor tendencia a mejorar –antes al contrario--, y que los toreros tengan que recurrir a reiteradas exhibiciones de encimismo para poder aspirar al triunfo, eso sí se convirtió en característica esencial de la campaña recién finiquitada. Y no pocos diestros pudieron comprobar que tal modalidad termina por aburrir a la gente, y se quedaron, por tanto, sin ver recompensados sus esfuerzos. Sería entonces consecuente que fueran ellos, y la gente del toro en general, quienes se abocaran, uniendo esfuerzos, a la búsqueda urgente de soluciones, ante una problemática de consecuencias claramente lesivas y además incalculables.

Puede que estemos ante la última oportunidad al respecto.    

Aceptar o rechazar. Asunto aparentemente sin importancia, el que un torero respete la opinión del público ante el otorgamiento de apéndices dice mucho de la estima en que lo tenga y, por tanto, de la categoría de esa plaza: las hay ideales para pasear orejas y rabos y posar triunfalmente con ellos, oponiendo fingidas sonrisas a la más viva protesta; son, sobra decirlo, cosos de categoría inferior, poblados por masas de criterio taurino ingenuo, superficial e inconstante.

Recordaba hace poco que la México era, en ese sentido, intocable: nada demeritaba más a un torero que oponerse a la voluntad del público capitalino, que como una sola persona aceptaba o rechazaba el otorgamiento de tal o cual despojo de bovino. En realidad, eso ocurría poquísimas veces, pues los jueces de plaza, previsores, optaban por un prudente recato a la hora de mostrar los pañuelos. En ocasiones, incluso, se les pasaba la mano. Y faenas tan memorables como las de Mariano a "Timbalero" o Fermín Espinosa a "Tapabocas" las despacharon con una simple oreja por trofeo; en tales casos, la plaza entera le cayó encima del juez por tacaño, no por derrochador.
Sé que estas líneas parecerán inconsecuentes al neoaficionado, ávido de premiar cualquier cosa, como miembro que es de una extraña generación de taurófilos que toman como afrenta personal el tener que abandonar la plaza sin haber visto pasear por lo menos una oreja. Como si los apéndices fueran goles y la fiesta un deporte para desfogarse y gritar en contra del árbitro.

Aún así, esos espectadores se unieron al beneplácito que saludó el gesto de Alejandro Talavante de rechazar el rabo que con tanta ligereza le otorgara Chucho Morales en la última corrida de ciclo, en contraste con la pita olímpicamente ignorada por Hermoso de Mendoza minutos antes, mientras mostraba dos orejas que, por cierto, le había arrancado al palco mediante el poco digno desplante de encarar a la autoridad, soliviantando así a la gente para obligarla a sacar el segundo pañuelo. Misma táctica anteriormente utilizada por su colega Leonardo Hernández con idéntico propósito y resultado: doblegar la inicial resistencia del juez y forzarlo a conceder un premio a todas luces inmerecido.

La que se armaría si a tales triunfadores se les ocurriera repetir la estrategia en Sevilla o en Madrid. Por supuesto, ni ellos ni nadie se lo plantean siquiera: les iba a acarrear un desprestigio capaz de borrarlos por años de los carteles de, aquellas sí, respetadísimas plazas.

Esos jueces. A un toro de lidia claramente mermado y al consecuente post toreo corresponden, decíamos hace poco, jueces de plaza a tono: de pañuelo fácil y atentos a las convenientes indicaciones del empresario. Sabedores de que es éste, y no ellos, quien cuenta con el respaldo inequívoco de la autoridad delegacional.

Este año han sido tres los presidentes y de los tres no se hizo uno. Excepto, claro, cuando de prodigar trofeos se trataba: nueve orejas concedió Jorge Ramos en las seis tardes a su cargo, además de soportar la mayor bronca del ciclo por permitir la suelta de un esmirriado torete de Xajay, obsequio del inefable maestro de Chiva; 16 auriculares y el absurdo rabo del cierre de campaña a la cuenta del que fue excelente subalterno Jesús Morales, que desfiló siete tardes por el biombo y acabó metiendo hasta más allá de la rodilla su extremidad izquierda, incluido el indulto de un dechado de astada docilidad que terminó por rajarse; en cuanto a Gilberto Ruiz Torres, otro que también peinó coleta en su juventud, su balance fue de seis y 19 respectivamente. Eso sí, de los 46 apéndices concedidos, cuando menos diez fueron acogidos con protestas. Aunque solo Talavante se atrevió a atender el clamor de los inconformes.

Como quien dice, toreros con arte y posibilidades sobran. La verdadera espada de Damocles es, pues, endógena, interior a la entraña de nuestra fiesta, más que producto de la histeria de redistas sociales o el oportunismo de políticos demagogos.


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