Taurinamente, el decenio de 1950 supuso para México una etapa de transición. Retirados los ases de la edad de oro –con alguna reaparición fugaz, poco significativa-- los destinos de la fiesta quedaron en manos de los veteranos más dotados –Fermín Rivera, Calesero, Procuna–, inevitablemente sujetos a la ley de la intermitencia.
Entre los jóvenes, ni Los Tres Mosqueteros llegaban a consolidarse ni valores emergentes tan considerables como en su momento fueron Juanito Silveti, Jorge Aguilar o, a mediados de la década, Joselito Huerta, rompían el hielo con la contundencia deseada. Novilleros de explosiva aparición como el Loco Ramírez, El Callao, Gabriel España quedaron en flor de un día. Y aunque nuestros toreros hacían magnífico papel en plazas españolas –Silveti, Jesús Córdoba y José Huerta son ejemplos paradigmáticos–, sus notorios éxitos los diluía el ninguneo empresarial, hasta el punto de provocar, en 1957, una nueva ruptura del Convenio, esta vez por iniciativa mexicana.
Más conflictos
La Monumental México, bajo la férula de Alfonso Gaona, cancelaba la temporada grande de 1956-57 antes de completarse el derecho de apartado, un cierre que duró dos años y fue aprovechado por El Toreo de Cuatro Caminos para programar novilladas y corridas a lleno por tarde, pues la afición de los capitalinos permanecía incólume. Y otro tanto ocurría en los estados –Guadalajara, Monterrey, Tijuana y Juárez principalmente–, donde la competencia entre diestros nacionales cobró formidable impulso, cuyas consecuencias –y no sólo las buenas– no tardarían en presentarse.
Baño de sangre
Bajo la pauta de "el que no se arrima no sale en la foto", la lucha por la gloria y los contratos se fue enconando y las cornadas empezaron a sucederse con peligrosa frecuencia. Todavía disponía el país de una variada cabaña ganadera, y ciertamente, los toros, nada voluminosos salvo si provenían de La Punta, conservaban la casta y el empuje necesarios para hacer del toreo un empeño de alto riesgo. Así, fueron cayendo, heridos de gravedad, Córdoba, Huerta, Rafael Rodríguez, Humberto Moro, El Calesero, César Faraco… y llegaron las cornadas casi mortales de Antonio Velázquez por “Escultor” de Zacatepec (El Toreo, 30-03-58) y Capetillo por "Camisero" de La Laguna (Plaza México, 22-03-59), ambas de larga y penosa convalecencia. No tardaría en sucumbir Pancho Pavón –sobresaliente del mano a mano Calesero-Procuna en El Toreo--, a las lesiones infligidas por "Barqueño", de Peñuelas (19-04-59), y poco antes, al novillero estadounidense Rocky Moody, los cirujanos habían tenido que amputarle la pierna derecha, gangrenada tras un cornadón en la femoral sufrido en Ciudad Juárez. Los años de la transición fueron también años extraordinariamente duros para una torería en plena disputa del cetro vacante.
Cañitas y Curro Ortega
El año final del decenio presentaba ya algunos nombres al borde de la consagración definitiva. Era el caso de Manuel Capetillo y José Huerta, seguidos de cerca por Juan Silveti, gran abanderado de la pureza clásica. Y en eso, dos toreros de segunda fila se vieron súbitamente envueltos en la tragedia. Al veterano Carlos Vera "Cañitas", "Buen Mozo" de Ayala le seccionó bárbaramente la femoral derecha (El Toreo, 21-08-60) y para salvarle la vida hubo que amputarle la extremidad. La otra víctima fue Currito Ortega, cuya larga lucha por abrirse paso concluyó en Tijuana, en las astas del morlaco de Arroyo Hondo que lo dejó inútil para la profesión.
El quite del Ciclón
Carlos Arruza, cuya reaparición en la modalidad de rejoneador había dado fe por aquellos años de su torería y arrastre legendarios, se embarcó entonces en la tarea de organizar sendos beneficios encaminados a resarcir la precaria economía de ambos compañeros de infortunio. Consiguió la México para el beneficio de Cañitas y anunció el festejo para el 16 de septiembre, logrando sumar a su iniciativa las participaciones de Calesero, Procuna, Rodríguez, El Ranchero y la suya propia; tarde de lleno absoluto, azotada por un vendaval y malograda por la mansedumbre de seis bichos de distintos hierros, que tuvo como único triunfador Joselillo de Colombia, quien desorejó a un reserva de Ajuluapan tras denodada demostración de valentía.
Valparaíso
Asumida la lección, para el beneficio de Curro Ortega marchó Carlos a Valparaíso –fracción de Torrecilla, en alza por aquellos años–, y trató con don Valentín Rivero la adquisición de un arrogante encierro que no solo confirmaría su excelente nota, sino además contribuyó a lanzar definitivamente al estrellato a dicha ganadería zacatecana.
Reincidiendo en un cartel de seis matadores solidarios del beneficiario –es decir, que actuarían sin cobrar–, aprovechó El Ciclón la ocasión para anunciar su despedida de los ruedos rejoneando un toro de San Mateo, ganadería prócer, mucho tiempo ausente de la capital. El escenario sería El Toreo de Cuatro Caminos y los integrantes del cartel de a pie Manolo dos Santos, Manuel Capetillo, Juan Silveti, Alfredo Leal, Joselito Huerta y Antonio del Olivar. La fecha aún se recuerda: 30 de octubre de 1960, un domingo soleado en mitad del otoño. Llenazo hasta la azotea.
Arruza con "Azteca"
Elegido especialmente para la ocasión, el sanmateíno no falló, alegre, pronto y bravo en todo momento. Carlos estuvo con él formidable. Dominador de los terrenos como nadie, hacía que sus caballos entraran y salieran de la cara del toro con elegante desparpajo, mientras se entretenía en colgar rejones y banderillas en lo alto con su proverbial maestría. Después, respondiendo al clamor del público, echó pie a tierra para muletear a "Azteca" entre los pitones, antes de atizarle un estoconazo y cobrar dos orejas unánimemente solicitadas.
Dos Santos y "Carabinero"
Al primero lidiado a la española le faltó brío, y los mejores momentos del portugués se redujeron a lances de recibo de fina factura y tres elegantes pares de banderillas; en su turno en quites, Del Olivar se había hecho ovacionar ceñidas y lentas chicuelinas. Con la muleta, el lusitano insistió lo justo, antes de abreviar toreramente. Y lo sacaron al tercio.
Capetillo y "El Diablito"
Muy veleto y astifino era el cárdeno entrepelado que, con muchos pies, dejó el toril cuatrocaminero en segundo lugar. A los acompasados lances de Capetillo replicó Huerta con un quite patijunto de imperativo aguante. Y a la picante bravura de "El Diablito" respondió Capeto con una faena de las suyas, citando de largo y ahondando el toreo en profusas tandas por ambos pitones. Un hálito de acontecimiento ganaba ya la plaza cuando el tapatío pinchó arriba. Y enseguida, la estocada final, que promovió un jubiloso albear de pañuelos. El juez concedió una oreja, y el entregado pero exigente cónclave estuvo de acuerdo.
Silveti y "Farolero"
Juan estaba en plenitud, y sus dos comparecencias de ese año en la México se habían saldado con el corte de sendos rabos (a "Holgazán" de La Laguna y "Esclavino" de La Punta). Esa tarde, el cargado tránsito de Satélite le impidió hacer el paseíllo. Pero eso no empañó en nada su imponente, consagratoria faena a un animal excepcionalmente noble, al que exprimió hasta deletrear las suertes en la parte final del inmenso muleteo, cuando el desdén, la sanjuanera y el señorial cambio de mano por delante brillaron como joyas sobre la arena de El Toreo. Por supuesto que, con la estocada, llegaron las orejas y el rabo y las triunfales vueltas al anillo.
Leal y "Guajito"
Empeñoso y torero estuvo el capitalino con un burel que se escupía de las suertes y se rajó pronto. Una estocada eficaz le permitió recoger abundantes palmas en el tercio.
Huerta y "Soldado"
Auténtico huracán astado, el de Valparaíso amenazó desde su aparición con hacerse amo del ruedo –provocó par de tumbos, mató un caballo–. Pero el León de Tetela se creció como nunca, dominó al bravísimo animal a base de aguante y mando, y terminó bordándole un faenón por ambos pitones. Sus largas series de muletazos de templado trazo, emotivos como pocas veces dada la casta y poderío del animal, las aderezaban sobrios y ajustados remates. Así, aunque "Soldado", herido de muerte, se resistiera a doblar durante varios minutos, la petición de rabo fue unánime y el éxtasis comunitario de los que pocas veces se viven en una plaza de toros. José sacó al ganadero para dar juntos la vuelta al ruedo. El cadáver de "Soldado" había hehco el mismo recorrido, entre aclamaciones.
Del Olivar y "Pichi"
El cierraplaza, bizco del izquierdo y bravo y repetidor de salida propició lucidísimo primer tercio –rítmicas verónicas y tapatías del celayense, esculturales gaoneras de Dos Santos al quitar–; pero se vino arriba, insuficientemente picado, y Antonio, muleta en mano, poco consiguió. Al público ya le daba lo mismo: en el ánimo de todos estaba el haber presenciado una corrida histórica, y las sensaciones vividas nada ni nadie iba a poder borrarlas.
Colofón
Esta corrida memorable –siete orejas y dos rabos de los de antes– marcó la frontera entre la década de transición que clausuraba y la de realizaciones plenas que estaba a punto de comenzar. Porque los años sesenta serían muy diferentes: las figuras de esa tarde histórica afianzaron su soberanía; la reanudación del convenio trajo la gran generación de los Camino, Puerta, Viti y El Cordobés; Arruza volvió a montar para maravillarnos fugazmente hasta su muerte. Y mediado el decenio, Manolo Martínez lanzaría el guante que iban a recoger los Cavazos, Rivera y Ramos, para adentrar nuestra Fiesta en una época bajo cuyos aparentes esplendores iba a germinar, por desgracia, la semilla de su posterior degradación.