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Desde el barrio: Los quites de la medicina

Martes, 23 Oct 2012    Madrid, España    Paco Aguado | Opinión   
La columna de este martes

Es una realidad indiscutible: de no ser por los grandes avances de la medicina, la lista de toreros caídos cada temporada en los ruedos del mundo sería escalofriante a estas alturas del siglo XXI. Año tras año, tanto en España como en México, donde más festejos taurinos se celebran, los "partes de guerra" se marcarían con alguna que otra cruz de haber sido atendidos esos percances con los medios de hace unas pocas décadas.

Ya la invención de la penicilina supuso para el toreo un salto definitivo hacia la esperanza. Las terribles curas de las cornadas de antaño, con dolorosas sesiones de gasa y yodo, y el peligro siempre latente de la infección y de la gangrena gaseosa quedaron atrás con la investigación del doctor Fleming, al que por algo los toreros erigieron un monumento en la explanada de Las Ventas.

Desde entonces los avances médicos han sido espectaculares y se han sucedido a velocidad de la luz. En apenas medio siglo, los adelantos y los conocimientos en materia cardiovascular, neurológica o traumatológica, por hablar de los campos más relacionados con los percances del ruedo, han llegado a niveles cercanos a la infalibilidad. Y es así como cornadas y lesiones que no hace tanto se consideraban mortales hoy se resuelven con una precisa intervención quirúrgica y no muy largos periodos de rehabilitación en el hospital.

En ese sentido, además del hasta ahora excelente funcionamiento del amenazado sistema sanitario español, no debe olvidarse tampoco la óptima asistencia urgente obligada en todos los festejos taurinos, que favorece una rápida y fundamental intervención médica a pie de plaza en caso de cualquier tipo de percance, como aquel en el cuello de Chocolate hijo, resuelto con un urgente traslado en helicóptero. Asombrosamente, cuatro días después el novillero de dinastía ya se recuperaba en su casa de Villaviciosa de Odón.

Gracias también a ello, el novillero Miguel Ángel Silva no corrió hace unos días la misma suerte que Paquirri treinta años antes. (Por cierto, para alarmistas y asustadizos, el astifino eral que le hirió en Hoyo de Pinares, y que no era precisamente el serio novillo de la foto que se difundió, dio sólo 195 kilos en la canal).

También por eso el banderillero Edu Gracia puede contar ahora cómo una vaca le atravesó los pulmones en una capea reciente de un pueblo de la ribera del Ebro, igual que Ismael Cuevas puede volver a caminar tras su pesadilla de Fuengirola o que Adolfo Martín –tampoco los ganaderos se libran de cicatrices– se recupera ya de una cornada que hubiera llenado de crespones negros los cercados de "Los Alijares".

Gracias a esos grandes avances, y desde luego a su hercúlea fuerza de voluntad, Juan José Padilla volvió a saberse torero en apenas cinco meses, después de sufrir con gallardía todo un vía crucis de quirófanos, métodos de recuperación y pruebas médicas con las más sofisticadas tecnologías. Y gracias también a la magnífica intervención de los médicos mexicanos, José Tomás puede seguir caminando por la senda que la paupérrima medicina de los años cuarenta le cerró a su admirado Manolete.

Hablamos sólo de percances recientes, pero podríamos poner docenas de ejemplos similares en los últimos veinte años, cornadas y accidentes que, sin estas conquistas técnicas, hubieran situado las listas de víctimas del toro a los mismos niveles que las de las primeras décadas del siglo XX, que registraban una docena de muertes por temporada.

Si la memoria no nos falla, desde mediados de los años noventa el toro no se ha cobrado vidas en las arenas de las plazas, al menos en el acto ni en días posteriores. Sólo las lesiones medulares (casos de Adrián Gómez o El Chano) y algunas complicaciones vasculares han impedido a algunos toreros volver a ejercer su profesión, pero no seguir viviendo con mediana dignidad.

En todos esos casos, la medicina ha sido el capote que ha hecho el quite decisivo, el que ha alejado a la muerte de los ruedos… aunque sólo puntualmente y siempre a posteriori. Pero quizá por eso la sociedad actual pueda tener la sensación de que el peligro ha desparecido de unas plazas donde, en realidad, el toro sigue manteniendo su poder letal y el riesgo de perder la vida en el empeño sigue estando latente y siendo la esencia misma del espectáculo.

Aunque los toreros, todo tipo de toreros, siguen cayendo heridos de mucha gravedad año tras año, aunque el toreo sigue siendo un acto heroico, quién sabe si los ansiados y humanos beneficios de la medicina moderna no le estén generando al rito el perjuicio colateral de perder gran parte de su prestigio. Habrá que seguir explicándoselo a la gente.


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