Mariano Cifuentes, un ganadero español propietario de una joya genética de origen Coquilla, anunció hace unos días en su blog de Internet que, con gran dolor de su corazón, se ve obligado a mandar toda su vacada al rastro –el matadero que decimos en España – por incapacidad económica para seguir manteniéndola.
La noticia, a pesar de la modesta condición de la divisa, ha provocado un decepcionado revuelo entre los aficionados pero, sobre todo lo demás, ha servido para poner nuevamente de manifiesto la situación crítica por la que atraviesan los criadores de bravo en España.
Alega Cifuentes que a los elevadísimos costes de producción –los precios del grano y del cereal están realmente desorbitados— y a los numerosos gastos de manejo y saneamiento a que obligan las leyes agrícolas europeas, se ha sumado este invierno la peor sequía del siglo en Extremadura para terminar de hacer insostenible la pervivencia de su vacada.
La puntilla eléctrica en una cadena de sacrificio alicatada de azulejos blancos, ese será el destino de las vacas y los erales de Cifuentes, que llevaban la sangre de los famosos "coquillas" de Matías Bernardos que tanto lucieron en los años 70 y 80 en las principales ferias. Ahora, aun en festejos menores, mantenían vivo con otro hierro el testimonio de un elemento más de la otrora gran variedad genética de la raza lidia.
Pero la crisis no entiende de sentimentalismos ni de historia. Y la de Cifuentes no es la única ganadería que desaparece del campo bravo español en estos tiempos difíciles: el mismo camino, el del destazadero, ha seguido recientemente la de Sánchez Cobaleda, la de los famosos "patas blancas" que tantas tardes de gloria dieron en los años sesenta, mientras que los cercados de "Los Bolsicos", donde pastan los toros de la legendaria divisa del Conde de la Corte, van a ver reducido a la mitad el número de sus pobladores.
Podríamos seguir poniendo ejemplos similares a estos, pues el tráfico de camiones a los mataderos desde las fincas de bravo está siendo incesante ante la obligación de los criadores a poner fin a una situación insostenible: la nula rentabilidad –salvo una docena de casos excepcionales– de la crianza del toro bravo desde que la crisis económica dejó en evidencia la sinrazón de la masificación ganadera de las últimas décadas.
De aquellos barros vienen estos lodos, cuando en apenas un lustro de primeros de los años noventa se triplicó el número de cabezas para atender a una demanda inflada y artificial. Con un prolongado exceso de oferta (provocado por los mismos ganaderos que se enriquecieron vendiendo sus excedentes a los nuevos ricos del "pelotazo" y el ladrillo), el precio del toro apenas se ha incrementado en los veinte años posteriores mientras que los gastos se dispararon.
Ahora que la crisis ha reducido en más del cincuenta por ciento el número de festejos por temporada en España y que no queda dinero para caprichos, sobran toros y vacas en el campo. Exactamente, en la misma proporción de la reducción de la demanda. La hegemonía de la puntilla sobre la espada es, de momento, irreversible e inevitable.
Podríamos aceptar la difícil situación actual como un juego natural de economía taurina, esperando tiempos mejores. Pero lo verdaderamente alarmante del caso es que en esa obligatoria limpieza de cercados se puede perder para siempre un patrimonio genético que, por encima de las leyes inmisericordes del mercado, alguien debería encargarse de salvar y defender.