Hace unos días, la comunidad islámica en España –compuesta por un millón de personas– celebró la llamada fiesta del cordero que pone fin al "hadj", o peregrinación anual a La Meca. Siguiendo esta costumbre, que no obligación, religiosa, cada familia sacrifica uno o más ovinos para agradecer a Alá su bondad para con los hombres.
Con el tiempo, esta tradición se ha convertido en un motivo de derroche, pues si la norma obliga a que la tercera parte de la carne se entregue a los pobres, hay quien para no parecerlo pide incluso un préstamo para matar más corderos de los necesarios. En ese contexto, según se ha publicado en los medios, este año han sido sacrificadas en España casi medio millón de cabezas en un solo día.
Los musulmanes, en interpretación del Corán, sólo comen carne de animales que hayan sido desangrados hasta su muerte y bajo las normas del rito "halal", similar al "kosher" judío. En el caso islámico, la vaca o el cordero a sacrificar han de ser colgados cabeza abajo y orientados hacia la Meca antes de sufrir el tajo definitivo. Pero el animal no debe morir antes de ser pasado a cuchillo, porque así el corazón dejaría de bombear y por tanto no quedaría exangüe.
En los últimos años han sido muchos los mataderos españoles –o rastros, como se llaman en México– que han tenido que adaptarse para realizar este tipo de sacrificios religiosos, al margen de las estrictas pautas establecidas por la normativa europea para evitar el sufrimiento de los animales destinados al consumo.
Mientras que las reses sacrificadas a la "cristiana", por decirlo de alguna manera, son aturdidas antes de su muerte, son muchos los imanes que se niegan a que lo sean las del rito "halal", ni mucho menos a que sean sedadas, porque tales prácticas "indoloras" irían en contra de la tradición islámica.
Se calcula, por ejemplo, que en el matadero catalán de Mercabarna –sí, cerca de esa plaza donde se acaban de prohibir las corridas tras ser estoqueados apenas cinco docenas de toros— al año se matan así el treinta y cinco por ciento de los animales, miles de cabezas de ganado que tardan varios minutos en morir…. fuera del alcance de la mirada pública.
Y eso mismo sucede cada día en cientos de ciudades y pueblos de esta Europa en la que hay quien se preocupa más por el bienestar de los animales que por el de sus millones de parados. Pero la cuestión no tendría mayor importancia –es más, obedece al obligado respeto a la libertad religiosa– de no ser por la arbitraria desigualdad con que la hipocresía animalista ataca o acata las distintas costumbres.
De esta forma, ha sido prohibida en España la tradicional matanza artesana del cerdo, toda una fiesta popular de los otoños en la que cada familia almacenaba cada centímetro de carne y vísceras de ese animal del que aquí nos gustan "hasta los andares". Y todo en pos de la sanidad y del afán de los defensores de los animales, que no soportaban los chillidos del puerco. Por prohibir, hasta se ha prohibido a los toreros la vieja costumbre de practicar en los mataderos sus habilidades con puntillas y descabellos, una vez que la pistola eléctrica ha sustituido por orden europea a los tradicionales cuchillos.
Pero de estas cuestiones no hablan, al menos en España, el insidioso Anselmi y sus secuaces del veganismo. Buscando siempre la publicidad gratuita y la polémica más populista, prefieren seguir engordando su negocio señalando a la fiesta de los toros como la principal “masacre” animal que no meterse en charcos tan resbaladizos como el de las costumbres religiosas, sobre todo si son islamistas. Faltos de coherencia y de valor, les es más rentable defender a más diez mil toros muertos con gloria que a cientos de miles de corderos degollados en nombre de Alá.