Desde hace unos años, los taurinos españoles llegamos al mes de octubre pensando que el invierno más inmediato tiene que ser decisivo para solucionar los muchos problemas que asedian al espectáculo.
Cuando llegan "las canales", como los castizos llaman a la época de lluvias y frío, se supone que hay tiempo para sentarse, para pensar y corregir errores, para trabajar y marcar las pautas a seguir, consumido ya el vértigo de carreteras, plazas y ferias, cuando no hay tiempo más que para el toro.
Pero pasan los años y la oxidada maquinaria del toreo apenas si echa a andar. Ni en invierno ni en verano. Hay reuniones, sí, pero testimoniales, boicoteadas o condicionadas por los intereses particulares, no por los generales. Y lo poco que en ellas se habla o se acuerda queda siempre en papel mojado una vez suenan los clarines de marzo y cada cual se dedica a defender su parcela.
Sin que el mundo del toro reaccione con un mínimo de firmeza, los antitaurinos se hacen más fuertes cada invierno que dejamos pasar de largo, y los problemas internos del espectáculo, los que realmente lastran el futuro, acaban por enquistarse. Tanta dejadez, tanto interés creado, tanto inmovilismo son la verdadera amenaza de un espectáculo que avanza a ritmo mucho más lento que los tiempos. El toreo, mejor dicho el sistema que lo rige, siempre llega tarde.
Este invierno que se nos avecina habría que buscar soluciones con mayor premura. La batalla perdida en Cataluña, la guerra de Quito, las primeras escaramuzas de México y la recrecida moral de los animalistas son señales tan apremiantes como para que todos los componentes de este singular planeta del toro debieran a empezar a remar, juntos y con todas sus fuerzas, en la misma dirección.
Pero en España todos los esfuerzos que este invierno van a hacer los taurinos estarán encaminados a ganar posiciones en su ciega lucha de poder. El concurso de adjudicación de la plaza de toros de Madrid, siempre que los políticos quieran, podría ser el primer paso hacia una modernización y adaptación del toreo a los nuevos tiempos, si es que se encauza a cubrir las necesidades de mejora del espectáculo.
No en vano, la Monumental madrileña es el escenario más mediático y sonoro del orbe taurino, aquel cuya gestión marca pautas a seguir y del que se obtienen, para bien o para mal, las conclusiones que más repercuten en el desarrollo del sector. Por una vez, los responsables del gobierno autonómico tendrían que dejar de mirar el aspecto económico, o al menos los beneficios que la plaza les genera, y pensar en el bien de la propia fiesta de los toros.
Mientras esta fundamental incógnita se resuelve, las grandes empresas y los toreros que llaman del "G-10" se van a enzarzar de nuevo en la vieja lucha del siempre mal resuelto asunto de los derechos de televisión, un ingreso añadido que, con la parte del león siempre en su poder, ha servido a esos empresarios para bandearse bien en el arranque de la crisis y a unos pocos, muy pocos, toreros para cotizarse muy por encima de su verdadero tirón de taquilla.
El pulso de mercado es natural, lógico y hasta sano, pero tanto unos como otros deberían dedicar un poco de su tiempo a pensar también en el interés de todos. Para que de una puñetera vez el invierno fuera realmente decisivo.