¿Qué comparten un poema, una pintura y un quite ante un toro? Los tres son actos de revelación. En los tres hay riesgo, ritmo, sorpresa. Ninguno explica ni concluye, sino que plantea. Y lo hacen sin someterse a la lógica de lo útil o lo inmediato. El arte —cuando es verdadero— no responde: pregunta.
Para apartarme, aunque fuera por un momento, del asedio ideológico contra la tauromaquia, de la censura disfrazada de progreso y del ruido de la política, busqué refugio en un diálogo más profundo: aquel que entablan el arte y la sensibilidad cuando se despojan de consignas. Así fue como llegué a un video, donde tres figuras dialogan sin guion, sin estridencias, con inteligencia y asombro: Octavio Paz, Pierre Alechinsky y Alberto Gironella.
Es un encuentro sin solemnidad, pero cargado de profundidad. Conversan sobre los cruces entre imagen y palabra, entre tinta y lenguaje, entre mirada y tiempo. Alechinsky y Gironella habían pintado juntos una serie de obras, siguiendo una intuición que describen como una "sonata para violín y piano". Como no son músicos, usaron sus instrumentos: el pincel, el papel, la tinta. Trabajaron al alimón, sin imposiciones, buscando salir de sí mismos. "De esa colaboración —dice Alechinsky— nace un tercer pintor, desconocido".
La metáfora es preciosa. Ese tercer artista que emerge no es una síntesis ni una suma, sino una interrogación encarnada. En el diálogo, Octavio Paz observa las pinturas, fascinado. Dice que le interesa más lo que no sabe del cuadro que lo que ve de inmediato. El arte, para él, no es mensaje sino presencia; no se trata de comunicar ideas, sino de encarnar una pregunta.
Gironella evoca la célebre anécdota de Van Gogh: la oreja cortada y entregada como ofrenda. Pero su lectura va más allá de la biografía o la patología: en ese acto ve una transmutación del deseo erótico en gesto taurino. Van Gogh, dice, convierte la entrega amorosa en una faena simbólica, como si presintiera, sin palabras, la lógica del sacrificio. Aquella imagen lo obsesionó tanto, que fue el detonante de un proyecto: pintar, junto con Pierre Alechinsky, una tauromaquia contemporánea. Para ambos, el arte no era solo creación, sino una manera de desbordarse. Y como en el ruedo, el pincel debía enfrentarse a lo indomable.
Esta dimensión simbólica del arte —como ofrenda, como sacrificio— se encarna también en el ruedo. Gironella pinta el lance de la mariposa. Un quite, inventado por Marcial Lalanda, en el que se va abanicando el capote para evitar la muerte.
La pintura sugiere sin afirmar. No quiere decir: quiere mostrar. Y el toro, ¿no es también esa pregunta viva, que no se deja traducir, pero que se impone con su presencia? En el ruedo, como en el lienzo o en la página, se revela lo que no puede decirse de otro modo. La poesía, la pintura y el toreo tienen esa raíz común: no buscan utilidad ni claridad, sino intensidad y sentido.
Y sentido no es sinónimo de explicación. El arte, en todas sus formas, resiste la clausura del discurso. Lo que queda no es una lección, sino una vibración: un estremecimiento que nos obliga a detenernos. El lance lento, la pincelada incierta, el verso abierto: todos nos empujan a mirar de otro modo, a demorarnos en lo que no entendemos.
En ese mismo diálogo, Paz dice que el arte verdadero es una conjunción de contradicciones: permanencia y fugacidad, forma y azar, memoria y novedad. Una buena pintura —como una buena faena— no es algo que se agota con la vista, sino que exige volver. Lo mismo pasa con los toros: quien ha sentido el temblor de una verónica lenta, de una estocada en todo lo alto, sabe que ahí hay algo más que espectáculo.
También hay arte en el ritmo, en el silencio y en la pausa. En el toreo, como en la poesía, el blanco también dice. El espacio entre dos pases, como el espacio entre dos versos, crea una tensión que no se resuelve, sino que se ofrece como pregunta.
A lo largo del video, Paz no teoriza desde la erudición, al contrario; está presente, abierto, curioso. Mira los dibujos con asombro. Se muestra conocedor de la tauromaquia y de las interrogantes que transmite el arte. No la certeza, sino el temblor. No la respuesta, sino el enigma.
Cada acto nuestro, cada palabra, cada imagen convoca y provoca muchas otras. Está la fecundidad de la imagen. La posibilidad de que cada una sea un vuelo de pájaros y mariposas, porque suscita en el espíritu nuevas formas.
La tauromaquia, como la pintura y la poesía, no nos da respuestas. Nos obliga a mirar. A veces de frente. A veces al sesgo. Pero siempre hacia lo esencial. Esa es su herida y su fuerza.
Y si el arte es una forma de preguntar, el toreo lo es también. Cada corrida es un acto irrepetible que plantea, sin palabras, una pregunta sobre la vida. Otra sobre la belleza. Y otra más —silenciosa y definitiva— sobre el valor y la muerte. Quizá por eso, cuando el arte está vivo —en el lienzo, en el poema o en el ruedo— no cabe en una fórmula. Solo puede contemplarse, como se contempla el temblor de lo que está por desaparecer.