Ortega y Gasset explicaba que el arte moderno se aleja de manera deliberada de las emociones y las representaciones humanas para centrarse en lo abstracto, lo formal y lo puramente estético. Para el filósofo madrileño, el arte moderno busca liberarse de cualquier dependencia emocional o narrativa para ser un fin en sí mismo. Esto significa poner en primer plano los elementos estéticos, de manera que la representación artística sea autónoma, libre de contenidos narrativos o utilitarios. En otras palabras, el artista no debe imitar la realidad, sino crear algo completamente nuevo.
Tratamos de hacer uno o dos viajes al año a la CDMX para asistir a la Sala Nezahualcóyotl cuando se presenta algún artista excepcional. Hace poco más de un mes, Paloma, mi esposa, me pidió que reservara el último fin de semana de noviembre, porque vendría a México el virtuoso violinista griego Leonidas Kavakos.
Dicen que Kavakos no toca música: la revive. Su manera de abordar el violín trasciende la mera ejecución técnica y propone una lectura profunda y abstracta de las obras clásicas. En lugar de buscar el agrado universal, invita a una apreciación sofisticada y reflexiva de la música.
Mientras me imaginaba en la sala escuchando el concierto para violín de Brahms, reflexionaba sobre si había un torero que, de manera similar, en el ruedo, buscara un arte que prescinda del efectismo fácil para centrarse en la belleza formal de cada movimiento.
Ya teníamos el viaje organizado, cuando la Plaza México anunció la confirmación de alternativa de Juan Ortega. Es como si todo se alineara para comprobar la tesis de Ortega y Gasset. En el ruedo, el sevillano transforma cada lance en un ejercicio de estilización que se aleja del efectismo comercial. Su arte no busca el drama del enfrentamiento, sino la armonía entre técnica y belleza.
El arte es parte de la vida. Es el lugar donde los sueños se entretejen con la realidad. Me imagino a Juan Ortega templando con sus lances la embestida de los toros de encaste San Mateo, transformando cada movimiento en una manifestación de su estilo refinado y sobrio. En esos momentos, me olvido de la cotidianidad, de las vicisitudes de la vida mundana, de las preocupaciones por la economía, la política o del cumplimiento de los presupuestos.
El arte es una invitación a la trascendencia. Kavakos, con cada nota, y Juan Ortega, con sus lances, nos muestran que la autonomía del arte no significa desvinculación de la vida. Por el contrario, nos recuerda que la belleza tiene el poder de trascender lo cotidiano y transportarnos a un plano donde lo perecedero se diluye en lo etéreo, más allá de lo tangible.
Kavakos y Juan Ortega, cada uno en su disciplina, nos invitan a una experiencia que va más allá de la emoción inmediata. Su arte trasciende lo utilitario y se convierte en una recreación de lo atemporal, conectando el pasado y el presente en una oda a la belleza y al misterio de la vida.
Ambos artistas transforman sus disciplinas en una experiencia que conecta lo humano con una dimensión de contemplación y asombro. Cuando Kavakos toca –dicen quienes lo han oído en vivo– no es solo música lo que se escucha: es una conversación entre el pasado y el presente.
Así, como decía Ortega y Gasset, no se trata de imitar la realidad, sino de crear una nueva. Una realidad que, aunque autónoma, encuentra eco en nuestra alma. Al final, quizá no sea el arte el que imite la vida, sino la vida la que busca en el arte su más alta expresión.