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Aquella histórica feria sevillana del año 99

Lunes, 24 Abr 2023    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | La Jornada de Oriente   
Que contó con la destacada presencia del maestro Curro Romero
Yo no sé si habrá en los anales de la fiesta un caso semejante al de Curro Romero. Por lo pronto, a su participación en nada menos que 181 corridas, cinco novilladas y 12 festivales celebrados entre 1958 y 1999 en la Real Maestranza de Sevilla no hay ningún otro torero que siquiera se aproxime. El fervor de los sevillanos por su Curro lo habrían querido para sí matadores insignes y sevillanísimos de la talla de Chicuelo, Cagancho, Curro Puya o incluso Pepe Luis Vázquez, otro artista que gozó como pocos la idolatría de sus paisanos, pero no durante tanto tiempo ni con tan extremada devoción como Romero.

De suerte que, como Curro, nadie. Y eso lo sabíamos todos cuando se le vio partir plaza el 17 de abril de 1999 enfundado en un vestido de durse verde manzana y oro, chaquetilla con falsas solapas, aligerado de alamares a fin de evitar cargas excesivas sobre la que de por sí suponían sus habituales cuatro paseíllos anuales a través del ruedo maestrante. Hombre de más de 65 años (Camas, Sevilla, 01–12–33), nadie iba a exigirle que se plantara ante los astados de Juan Pedro Domecq con la firmeza de sus dos jóvenes alternantes –Juan Antonio Ruiz "Espartaco" y Francisco Rivera Ordóñez– pero hacía mucho que una leve brisa olorosa a romero era más que suficiente para embriagar a los sevillanos.

Puesto en las circunstancias de finales del siglo XX, Francisco Romero López era algo así como un anacronismo feliz, una ilusión utópica para gourmets de paladar negro… o un abuso voluntarista de la empresa Pagés –ahora en manos de los Canorea— que duraba ya demasiado. Como cada año, su presencia en los carteles le regalaba a la feria de abril un espléndido motivo para la esperanza y la polémica. Hasta sus inevitables descalabros resultaban rentables para la empresa y, lo más asombroso, altamente motivantes para un público dispuesto a llenar los tendidos del coso del Baratillo cada vez que se le anunciaba.

Tal como ocurrió esta novena tarde del abono sevillano, en pleno ocaso del siglo XX.

Antecedentes inmediatos

Curro había estado flojo, como casi siempre, en la lujosa corrida del domingo de Resurrección, cuando el debutante José Tomás le dio un repaso incluso con el capote, el fuerte del ídolo camero. Y el primer tramo del ciclo, cubierto por hierros duros para diestros batalladores, se había desenvuelto sin notas sobresalientes. Hasta que el viernes 16, victorinos para Juan Mora, Enrique Ponce y Manuel Caballero, éste terminó en la enfermería en su afán por llevarle la contraria al más peligroso de un decepcionante desfile de alimañas. Ese cartel inauguró la parte más esperada de la feria, cuyos puntos cimeros los apuntalaba la presencia de Curro Romero.

Nobles y blandos

Que los hados estaban ese día con Curro lo evidenció desde el principio la fragilidad del encierro de Juan Pedro Domecq. Toros que acudían a los engaños pero dejaban estar a los toreros. Más parecían reses mexicanas que andaluzas. Punto en favor de Curro, impotente a esa edad para sortear embestidas codiciosas. Dio el primer toque de atención con el abreplaza: seguro, confiado, templado, no ligó faena pero fue llamado a dar la vuelta al ruedo. Las dos reses siguientes pecaron de aguda sosería y Espartaco y Rivera se fueron en blanco. Pero todo cambiaría en cuanto los clarines anunciaron la salida del cuarto, para el Faraón de Camas.  Lo que a partir de ese momento sucedió iba a despertar a las musas de la crítica taurina, elocuente como pocas veces. Comprobémoslo.

José Carlos Arévalo

"Que nadie se atreva a pronunciar la palabra pellizco. Que no osen hablar de la gracia. Que no acudan a la socorrida inspiración. Que todos hablen de temple, de mando acariciante, de Toreo con mayúscula. La tarde del sábado 17 de abril en la Real Maestranza pasará a la historia porque en ella Curro Romero hizo el toreo por antonomasia, ese que baja del cielo, el toreo ideal, soñado por todos y no realizado por nadie (…) El eterno maestro de Camas hizo el milagro (…)

Con el cuarto –"Parlanchín", con 548 kilos—ya no hubo exquisito arte menor (como en el primero) sino arte mayor, cante grande, toreo monumental. Las verónicas de recibo tuvieron emoción, hondura, majeza, porque respondía a la violencia inicial del toro con caricia y empaque: la capa se mecía en el centro de la suerte y embelesaba al toro (…) La fragua del temple currista había preparado al toro para el milagro del toreo. Una cadencia deslizante se apoderó de la plaza cuando Curro, sin casi prolegómenos, se puso a torear con la derecha (…) Y comprobamos, mientras el toreo al natural nos transportaba al éxtasis, que Curro estaba fundiendo en su fragua de temple ángel y duende, magisterio y misterio. Las suertes eran esculturas ardientes, como forjadas por un artista del Renacimiento con algo de oriental. Hubo varios naturales que contuvieron todo el toreo, fueron Sevilla dialogando con Ronda (…) Dios guarde a Curro Romero.

Era muy difícil torear después de eso (…) Pero Espartaco lanceó con plomada y asolerado temple al quinto (…) Y respondió a la genialidad currista con una faena de figura (..) a un toro de recorridos más cortos, atemperados con un toreo magistral (…) Si Espartaco cortó dos orejas, una cortó Rivera Ordóñez al sexto, un toro hermoso y bravo (..) Hubo acople y desacople en la faena del hijo de Paquirri (…) Pero la tarde estaba embalada y Rivera ejecutó una estocada que puede ser la de la feria". (6 Toros 6, 20 de abril de 1999)   

"Curro Romero, amo y señor del toreo"

Así encabezó su crónica en ABC  Zabala de la Serna. Para continuar de esta manera: "Curro Romero protagonizó una tarde inolvidable. Bordó con el capote a sus dos toros, dibujó verónicas de ensueño, soñó lances imperecederos. Pero además, recreó pasajes con la muleta en el cuarto que jamás creímos que volveríamos a ver ¡hombres de poca fe! Cinceló esculturas vivas, imborrables de la retina y de la memoria (…) La gente salió toreando de la plaza, encantada e hipnotizada por el amo y señor del toreo (…) Romero acaparó la tarde de principio a fin, aunque luego hubiera otras formas y otras orejas (…)

"Verónicas de seda, lances durmientes que despertaban las más encendidas pasiones en los tendidos (…) Y hace falta mucho valor para, a los 65 años, superar al veroniquear la boca de riego y seguir soñando el toreo (…) suave, despacio, gozando y haciéndonos gozar como nadie. La Maestranza era un delirio en estado puro. Qué importaba que el juanpedro no reuniera los mínimos de presencia, ni de fuerza, ni de bravura. Un puyacito bastó (…) El torito quedó ideal para el Faraón (…) Romero acabó con el cuadro también con la muleta. Dos naturales se escaparon de este mundo. La cintura rítmica, flexible, acompañaba los largos viajes. Un ayudado por bajo fue a morir como un cartel a sus pies (…) Y otra trincherilla hacía crujir la plaza (…) La gente se desgañitaba, se abrazaba, no se lo podía creer. Incombustible, eterno, Romero también acabó con la tarde (…) La espada se hundió a la primera, ligeramente desprendida (…) Tardó en morir el noble torito, cambiado por un solo puyazo. El reglamento no existe para Romero, o no debería existir. Cuando cayó, la gente flameaba los pañuelos como si le fuera la vida en ello (…) Dos orejas. Y tras la primera otra vuelta más, otro paseíto por la gloria". (ABC, 18 de abril de 1999).

Joaquín Vidal

"Curro Romero ascendió a los cielos. Espartaco de poco también porque se encontraba en estado de gracia. Rivera Ordóñez iba para allá pero le dejaron a la espera haciendo méritos en el purgatorio (…) Curro con dos orejas: lo nunca visto, el acabose, la desconcatenación de los exorcismos (…) Había hecho una faena larga, maciza, hermoseada mediante fugaces centelleos de inspiración. Había hecho una faena no se sabe a qué ni a quién. A un toro no. El toro no existía ni en la imaginación de sus más devotos (...) Al primero de la tarde le había hecho asimismo faena llena de estampas toreras pintadas a pincel. Llega a matarlo pronto y le dan la oreja. 

Y entonces habríamos tenido el acontecimiento histórico de Curro Romero saliendo a hombros por la Puerta del Príncipe (…) Verónicas aún mejores las que instrumentó para recibir al toro del éxito, superadas a continuación por otras tres que dio a manera de bis, rematadas con media de antología (...) La mínima expresión de la vida -un hálito, diríamos- era el toro imaginario y Curro le acarició por alto, le mimó por bajo, ejecutó unos redondos de cadencia sutil, embarcó relajado y apuesto, recreó trincherillas y kikirikíes, entonó kirieleisones, volvió a los naturales y al ver los dos últimos -el mando, el arte y la gracia en fusión nuclear- fue San Pedro y le entregó las llaves del cielo (…) La estocada, en cambio, le resultó caída y feúcha.

Claro que si Curro llega a matar por el hoyo de las agujas a lo mejor le mueve la silla a Dios Padre y provoca en los cielos una crisis. Lo de Curro es una cosa que no-se-pue-aguantá. Su fama -fantástica, contradictoria y estrambótica- hace creer a algunas gentes que nunca ha cortado dos orejas, que nunca conoció la gloria. Pero sí la conoce. Ha estado en la gloria muchas veces. Sólo que había bajado a merendar. Y ayer volvió a subir". (El País. ídem) 

¿Y uno cómo lo vio? 

No estuve en la Maestranza pero vi la corrida. Y lo que durante ese cuarto toro viví sólo consigo asociarlo con las sensaciones experimentadas con El Pana el 7 de enero de 2007, en la Plaza México: el asombro total ante lo jamás visto ni imaginado ni esperado. Por la veteranía del protagonista y, sobre todo, por su capacidad para despertar emociones inefables con una tauromaquia sin relación con lo convencional ¿La insoportable levedad? Algo así, porque ese toreo a media altura, suavísimo, flotado, casi etéreo, evidenció no necesitar de pases cabalmente rematados –a veces, Curro daba como pequeños saltitos antes de redondear el lance o el muletazo--, y demostró ser autosuficiente en su genial originalidad, deslumbrantemente bello sin necesidad de apegarse de manera servil al canon parar-templar-mandar que, sin embargo, satisfacía de otro modo. Un modo fascinante, desquiciante, impensado e inolvidable...

Claro que me hubiera encantado estar en la Maestranza. Porque de las insólitas, levísimas esculturas auriverdes fluidamente sugeridas por Curro Romero sobre aquella alfombra de destellos dorados –más la sombra negra del toro– seguramente habrían emergido musas capaces de susurrarme al oído cosas preciosas, como a los cronistas hoy revisitados. Y, sin duda, a cada uno de los 13 mil asombrados testigos del milagro. Entre ellos mi amigo, el admirado pintor y escultor Rafael Sánchez de Icaza.

Sevilla 99: año para la historia

Así de increíble fue la última de las 40 ferias de abril consecutivamente toreadas por Curro Romero, que, sin despedirse oficialmente, dejaría los toros al finalizar esa última temporada del siglo XX. Pero la puerta del Príncipe abierta por Morante de la Puebla (19–04–99), las tres orejas del debutante Julián López "El Juli" a cambio de una cornada (23–04–99) y el mensaje estético y ético que dejó José Tomás, abrían un nuevo capítulo del siglo de oro del toreo. Del cual se despidió en grande el veterano Emilio Muñoz con su faenón a "Jarabito", de Zalduendo (20–04–99).

Así de enorme resultó, en lo artístico y en lo histórico, aquella serie abrileña de 1999.


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