El único animal que el hombre no mata hoy en indefensión, a mansalva y sobre seguro, es el toro de lidia. Esa verdad brutal, que la corrida desenmascara, ritualiza y purga cada tarde, hiere la hipocresía del antitaurinismo y lo mueve a clamar por su extinción.
La especie humana, llevada de su voracidad, ha violado las leyes naturales, roto el equilibrio ecológico, proliferado y abusado, amenazando la existencia del hábitat común. Desde hace mucho, no son los tiempos del recolector-cazador que, a riesgo propio, igual que los otros especímenes con los que competía, jugaba limpio, arrancaba, mataba y consumía solo aquello que necesitaba para vivir. Ahora son los tiempos del exceso, la sobreproducción, el consumismo, el derroche y la mega basura.
Son tiempos de cultivo, explotación, cría y masacre intensivos. Extracción desaforada, deforestación vesiánica, pesca masiva, mataderos en serie, y paradójica negación de la muerte. A la que no se considera parte de la vida, culminación de un ciclo que abre otros nuevos. No, no es eso, es anomalía inaceptable.
Enajenación de un mundo virtual. Delirio de un vivir sin término. Escape imaginario a la inexorable realidad. Entelequia del derecho animal y la cotidiana carnicería. Vehemencia de políticos aitos de proteínas, grasas y adornos de cuero. Abominación de la muerte digna porque debe ser indigna.
Prohibición de un culto ancestral que recuerda épocas olvidadas, de una ceremonia de honor y estética que recrea el acto fundamental de la biología, la lucha por la vida. Frente a frente, sin ventajas. Muriendo el uno y el otro eventualmente, con liturgia, lealtad, identidad y respeto. No con alevosía, ocultamiento, anonimato y sordidez.
No, eso no es parangón admisible para una cultura tan disparatada en su falacia de progreso. El toro bravo no debe volver a morir con dignidad, ejerciendo su instinto, batiéndose, avergonzando la falta de vergüenza. Debe desaparecer de la tierra, para que los otros animales, todos, inermes, puedan seguir siendo asesinados, descuartizados, cocinados, devorados por miríadas. En aras del moralismo, supuestamente animalista, que no aguanta espejos delatores.