Cómplices de un mismo sentimiento (fotos)
Jueves, 04 Mar 2010
México, D.F.
Juan Antonio de Labra
Hombre y caballo
El encuentro de tres rejoneadores fue sorpresivo, y aquella circunstancia favoreció el intercambio de consejos, opiniones y, sobre todo, de una amena convivencia que tuvo lugar en días pasados en el cortijo "Rasines", propiedad de los hermanos López González.
Y es que llegar a este lugar ya supone, de antemano, un gozo para la vista. Lejos del bullicio del Distrito Federal, pero a escasos kilómetros, ahí nada más "tras lomita", bajando por la Marquesa rumbo a Toluca, se encuentra "Rasines" a las afueras de un tranquilo caserío denominado La Cañada.
El bosque inunda los sentidos. El intenso verdor de los pinos desborda serenidad. Se trata de un remanso donde sólo se escucha la respiración de un caballo que galopa, el cite del torero que lo monta, el ladrido de un perro en la lejanía y, de vez en cuando, el canto de un gallo despistado que pretende hacernos despertar a las doce del mediodía.
Sumergidos en estos sonidos tan infrecuentes a los oídos de un citadino, la sesión de toreo a caballo adquiere un ambiente de ceremonia, y no precisamente de entrenamiento.
Porque el verbo "entrenar" se relaciona más con lo deportivo, y aunque la equitación posee matices más cercanos al deporte, el toreo a caballo entronca con todo aquello que de caballeresco tiene esta actividad que forma parte indisoluble de la tauromaquia.
Es aquí donde el verbo "ensayar" suena armoniosamente y describe con exactitud esta interesante labor de doma, aderezada de sentimiento y precisión en cada una de las evoluciones que describen los caballos toreros, lusitanos y cruzados, pero al fin y al cabo, toreros todos.
Los caballerangos asisten a los señores calladamente, y a la voz de "¡Venga vaca!" comienza una sinfonía de delicados movimientos, los que realizan los caballos bajo las órdenes de los rejoneadores, auxiliados por los banderilleros Pepe y Jorge Luna.
La camaradería es evidente, y se patentiza bajo la mirada de Antonino López, que deja fluir el estilo sobrio y maduro de alguien que conserva una tremenda afición al caballo.
El relajamiento que otorga el hecho estar retirado, alejado de todo compromiso ante el público o la crítica, es lo que da sentido a la forma en que Antonino sale al ruedo a bosquejar detalles que se quedan en la retina del espectador.
En cambio, su sobrino, Horacio Casas, sabe que aquel entrenamiento sirve para las actuaciones que tiene en puerta. Consciente de la responsabilidad de estar bien, se empeña en hacer las cosas con despaciosidad y temple, midiendo terrenos y distancias con asombrosa precisión.
El punto culminante sobreviene cuando monta a "Chipirón", el hermoso castaño, de raza lusitana, que se ha convertido en la estrella de su amplia cuadra. Tres ceñidas piruetas ponen de manifiesto que su toreo ha ganado en confianza. Ya no hay excusas para dar el paso definitivo.
En medio de la veteranía del primero y la seguridad del segundo, brota, como agua de mayo, la juventud de Eduardo Rubí, un aprendiz de rejoneador que rebosa entrega.
El lógico verdor del hijo de Raúl Rubí, otro amante del caballo que alguna vez probó fortuna en los ruedos, se vislumbra como algo muy natural. Pero ahí no hay gritos o regaños de los mayores, sino consejos y paciencia.
Un dejo de verdad se apodera de Eduardo cuando se cuadra de frente hacia la vaca. La ingenuidad de su inexperiencia brilla en una angustiosa reunión, cuando "Uxmal", un caballo de pelo jilote que apunta para figura, bate el pitón con valor y una rotunda torería. Los aires de este caballo son majestuosos.
Atento y algo presionado, Eduardo sigue montando uno a uno los cuatro caballos de su incipiente cuadra, cobijado por las palabras de unos y otros. Alonso Cuevas le da una voz a tiempo; su padre lo alienta, y los escasos invitados viéndolo torear.
A mitad de este bosque maravilloso, una tarde cualquiera de viernes, la transpiración se acompaña de inspiración, la que deja escapar lo que cada uno lleva dentro: Caballo y hombre, cómplices de un mismo sentimiento.
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