El temporal que azota el país en estos días, debido al siempre indeseable paso de uno de tantos huracanes arribados a nuestras playas por cortesía del cambio climático –la evidencia está en que nunca lo hicieron con la frecuencia e insistencia registradas en el siglo presente–, nos hace añorar las lluviosas tardes de verano en la Plaza México, la del 20 de junio de 1965, por ejemplo, presentación de Manolo Martínez como novillero, en que se extendían sobre el ruedo de la Monumental esos parches de amarillo serrín que una lenta cuadrilla de monosabios esparcía sobre la arena, bajo el supuesto de que las secas partículas de madera absorberían los charcos resultantes del aguacero.
Aunque el procedimiento era primitivo algo ayudaba, por lo que aquel "Charro", un feo novillote de la Viuda de Miguel Franco, zancudo, veleto y huidizo, no perdió las manos salvo en el primer tercio de su lidia a cargo del debutante, que lo obsequió en séptimo lugar luego que la terna, completada por Manolo Rangel y Curro Munguía, batallara con las dificultades del encierro jalisciense ante una excelente entrada –dos tercios del aforo– que exponiéndose a las inclemencias climáticas se apresuró a invadir túneles y graderío con tal de no perderse las primicias de un joven regiomontano del que se decían maravillas desde su presentación del año anterior en "La Aurora", la placita de Neza que daba festejos matutinos con cuatro aspirantes bajo la experta mirada del maestro Fermín Espinosa, presto a incorporar a los más prometedores al elenco de la México.
Ya en el 65, Manolito Martínez llevó el asombro a las temporadas novilleriles de Guadalajara y su natal Monterrey que se sucedían puntualmente a lo largo del verano. Con la nota aparte de que su cosecha de apéndices era muy inferior a sus méritos artísticos debido a que la asombrosa intuición que mostraba con capa y muletera se volvía humo en cuanto se echaba la espada a la cara. Todo lo cual, lo bueno y lo malo, estaba siendo confirmado esa húmeda tarde. Hasta que asomó "Charro", con su número 28 y sus 344 kilos escasos, que no serían impedimento para que el imberbe alborotara el cotarro y le cortara las orejas.
Le habíamos aplaudido al tal Manolo, terno grana y oro, un lucido quite por chicuelinas antiguas –en la clásica navarra el giro era contrario al viaje del astado pero se producía con éste fuera de jurisdicción, lance al que Chicuelo le daría su nombre al hacer coincidir el giro con el embroque–, y cuando tomó la muleta, dudoso en brindar o no la faena nada menos que al legendario Rodolfo Gaona, que ese día, haciendo una excepción, abandonó su voluntario confinamiento para hacer discreta presencia en un palco, atraído como tantos por el ruido que rodeó la presentación del chaval regiomontano. Seguramente temía Manolo no estar a la altura del célebre patriarca dada la persistente huida del utrero, su falta de fijeza en los engaños.
La realidad fue que, con brindis o sin él, Martínez tardó muy poco en entender que para ligar faena tendría que plantearla en la zona de toriles, hacia la que de manera natural derivó el novillo; y cuidarse de acentuar el mando mediante un imperioso muñecazo en el último tiempo de sus pases en redondo, lo que supo realizar con sutileza tal que jamás descompuso la tersura de su templado toreo en redondo, rematadas las series con erguidos firmazos como preludio del pase de pecho, a veces encadenado a un segundo cambiado, igual pero con la zurda. Para colmo de ventura, su estocada a un tiempo cayó en buen sitio, hundido el alfanje hasta más allá de la mitad. Hacía un buen rato que la escena discurría entre sombreros, alguno de los cuales el debutante apartó de un puntapié para que no le estorbase la ligazón de una faena que fue siempre a más. Y que terminó triunfalmente para todos. Para la tauromaquia mexicana en especial.
Justamente así, de más a mucho más, discurriría la trayectoria profesional de quien entonces contaba apenas 19 años y tardaría muy poco en alcanzar la alternativa (Monterrey, 07-11-65: toro "Traficante", padrino Lorenzo Garza, testigo Humberto Moro) y apenas un bienio en conquistar irreversiblemente el sitio más alto de la torería nacional, que ocuparía en plan de mandón absoluto hasta su primera retirada (Plaza México, 30-05-82).
Antes y después de ese falso adiós, Manolo Martínez, desde la firmeza de sus primeros pasos hasta su conversión en torero de época y favorito del público capitalino, tuvo ocasión de sumar 94 paseíllos en la Monumental de Insurgentes, cuatro de ellos como novillero y el resto de matador. Y a despecho de su deficiente estoque llegaría a pasear 84 orejas y diez rabos, con la cazuela siempre en ebullición. Allí donde sufrió su primera cornada –solo un domingo después del triunfal debut, al estoquear a un novillo de Santo Domingo– así como la gravísima de "Borrachón" (03-03-74) y una tercera cuando acababa de confirmarle la alternativa al malogrado José Cubero "Yiyo". Y allí donde fue erigido rey del toreo por una abrumadora mayoría de aficionados a la fiesta cuya historia personal abarca el último medio siglo. Muchos de los cuales se integraron al contingente taurófilo atraídos precisamente por el alboroto en torno al arte del gran regiomontano.
Esto de la influencia mutua entre torero y afición merece párrafo aparte. Normalmente, la influencia es mutua, pero en el caso de Martínez, la fortuna quiso que ambas partes coincidieran con un momento en que la tauromaquia, entronizada en pasión nacional a despecho de sus circunstanciales vaivenes y detractores, la nutría una variada oferta artística y contaba con seguidores tanto de la vieja guardia –los que habían vivido la llamada época de oro—como de un contingente juvenil no tan conocedor –al menos hasta que el tiempo hiciera su parte—pero no menos entusiasta.
Gozosa amalgama aquella, que encontraría consonancia con el pronto surgimiento en México de un grupo de figuras cuya fuerza tuvo la virtud de diversificar los gustos y preferencias de los aficionados en favor de los consiguientes estallidos pasionales que Martínez, por su parte, iba a encargarse de alimentar, atendiendo sin duda a las recomendaciones de su padrino de alternativa, quien haciendo referencia a la unánime aclamación que saludó al Manolo de los primeros años no dudó en manifestar preocupación porque unificara criterios en vez de dividirlos, prioridad absoluta en el pícaro ideario del Ave de las Tempestades.
De más estaría decir que semejante efervescencia habría sido del todo inviable en tiempos de indiferencia general hacia la tauromaquia, que carga lastres como la carencia de figuras con arrastre popular, el ausentismo de los medios de masas, la decadencia de una afición empujada al exilio en su mayoría y reducidos al triste papel de comparsas los escasos sobrevivientes, a un empresariado sin demasiada creatividad y a la insistencia en el post-toro de lidia mexicano impuesto por pseudofiguras extranjeras y aceptado sin rechistar por un medio irremediablemente desmotivado y ruinoso.